MI PRÓLOGO A UN LIBRO DE IMPORTANCIA Y VALOR INDUDABLE PARA EL CONSTANTE Y NECESARIO DIÁLOGO ENTRE FE Y RAZÓN

portada_libroEl ensayo Materia y Resurrección es la reflexión de un físico, el profesor José Luis Solano Gutiérrez, que cree profundamente en la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo pero que reconoce un cierto “vacío” a la hora de su explicación –de suyo comprometida—  por falta de una base capaz de armonizar mejor la fe y la razón, o, aún más concretamente, esta verdad revelada y el punto científico de la física. Las sendas de la reflexión teológica y de la ciencia no son incompatibles, sino que deben procurar, si es posible, una sintonía mayor para aportar un poco de luz. He aquí el motivo que justifica este interesante trabajo, aunque va más allá.

Es conocida por todos la difícil relación entre la razón y la fe, propia de nuestro tiempo, pues marca, además, una reciprocidad problemática que se traduce en controversia y oposición, lo cual dificulta a muchos el hecho de creer. Los descubrimientos de la ciencia, que durante un tiempo oponía frontalmente sus hallazgos a las afirmaciones doctrinales basadas en la revelación bíblica, abrieron una brecha aparentemente insalvable y ha marcado un obstáculo demasiado generalizado para aceptar la verdad de la fe.

El Concilio Vaticano II denuncia este escenario.  Al contemplar la situación del hombre en el mundo de hoy reconoce que “el género humano se halla en un período nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero” y que “muchos de nuestros contemporáneos difícilmente llegan a conocer los valores permanentes y a compaginarlos con exactitud al mismo tiempo con los nuevos descubrimientos” (Constitución Pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual n.4). En medio de los cambios profundos “la turbación actual de los espíritus y la transformación de las condiciones de vida están vinculadas a una revolución global más amplia, que da creciente importancia, en la formación del pensamiento, a las ciencias matemáticas y naturales y a las que tratan del propio hombre; y, en el orden práctico, a la técnica y a las ciencias de ella derivadas. El espíritu científico modifica profundamente el ambiente cultural y las maneras de pensar. La técnica con sus avances está transformando la faz de la tierra e intenta ya la conquista de los espacios interplanetarios” (id.n.5). “La negación de Dios o de la religión no constituye, como en épocas pasadas, un hecho insólito e individual; hoy día, en efecto, se presenta no rara vez como exigencia del progreso científico y de un cierto humanismo nuevo. En muchas regiones esa negación se encuentra expresada no sólo en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, el arte, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia y la misma legislación civil. Es lo que explica la perturbación de muchos” (id. n.7).

Ha sido el Papa San Juan Pablo II, con la ayuda del Cardenal Ratzinger, su prefecto del dicasterio para la Doctrina de la Fe, y luego, siendo pontífice, el propio Benedicto XVI, quienes realizaron una tarea extraordinaria sobre las relaciones entre ciencia y fe que debemos agradecer, pues ha reconducido la reflexión al encuentro de la verdad y ha revalorizado la razón humana, muy denostada últimamente por el relativismo. Ambos pontificados se han definido por ello, entre otras cosas. La encíclica Fides et Ratio, así como largas catequesis dedicadas a esta cuestión, pusieron las bases para una profundización nueva alentada por la Academia Pontificia de Ciencias con numerosas reuniones en Castengandolfo y en distintos foros universitarios del mundo. Se abrieron los archivos sobre Galileo, previo reconocimiento del error cometido, y se reconsideraron los hallazgos del darwinismo, divulgándose las nuevas reflexiones en publicaciones promovidas por la propia Editorial Vaticana,  esfuerzos que cristalizaron en cátedras y grupos de investigación. Los dos papas mencionados eran conscientes del valor de esa empresa para la evangelización. No debía ser, sin embargo, un barniz, una moda, pues, si se carece de sólido fundamento en alguna parte de ese binomio –ciencia y teología–, el esfuerzo estará condenado a la esterilidad. El papa Francisco ha heredado un rico depósito en el que quiere profundizar, como lo confirman sus catequesis y, sobre todo, su encíclica recientemente publicada Laudato Si sobre ecología. Estos esfuerzos mencionados han desembocado, entre otras iniciativas, en la obligación de instaurar en los centros de formación (seminarios, facultades de teología, etc.) las llamadas cuestiones científicas, y así fue dispuesto por la Congregación de Seminarios y Universidades, donde se consideran estos temas, y con el apoyo de excelentes publicaciones.

Ciencia y fe se complementan, pues la Verdad no puede oponerse a la verdad.  Ciencia y fe se enriquecen mutuamente y ambas nos ayudan a tener una visión más completa de la realidad. Cuando encontramos contradicciones es necesario seguir profundizando hasta encontrar el modo de descubrir la seguridad de sus afirmaciones sin entrar en contradicción. Se ha de reconocer, al mismo tiempo, que también el progreso científico abre nuevos caminos para la verdad que aprovechan también a la Iglesia (cf. GS n.44), puesto que la investigación científica nunca será en realidad contraria a la fe. Las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un  mismo Dios, y quien penetra en los secretos de la realidad está siendo llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser (cf. id. n.36).

La ciencia es un bien digno de gran estima, pues es conocimiento y, por tanto, perfección del hombre en su inteligencia. Este conocimiento es un modo de participar en el saber del creador y se enraíza en una concepción de la realidad según la cual el universo tiene una explicación y constituye un orden complejo en el que los diferentes elementos están armoniosamente relacionados entre sí.  Es decir, la ciencia se encuentra frente a un cosmos, ante un universo ordenado racionalmente. Esta es esa confianza en la razón impresa en la naturaleza, la que se manifiesta en las leyes, de las que decía Albert Einstein, que «revelan una inteligencia de tal superioridad que, comparada con ella, todo el pensamiento y la acción sistemática de los seres humanos son sólo una reflexión enteramente insignificante».  Todo ello está en la base de la actividad científica, ya que cuando un científico se pone a la búsqueda de la explicación lógica y verificable de un fenómeno determinado, confía desde el principio en encontrar una respuesta, y no se detiene ante los fracasos.

Los científicos nos ofrecen con sus investigaciones un progresivo conocimiento del universo en su conjunto y de la variedad increíblemente rica de sus elementos, animados e inanimados, con sus complejas estructuras atómicas y moleculares. El camino realizado por ellos ha alcanzado, especialmente en nuestro tiempo, metas que siguen asombrándonos. Nuestro investigador, el físico José Luis Solano, es muy consciente de que la búsqueda de la verdad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo o del hombre, no termina nunca, remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato de los estudios, a los interrogantes que abren al acceso al Misterio.

Hay que tener en cuenta, no obstante, que la ciencia, por su método y finalidad, no puede responder a todo lo concerniente a lo humano, y deja muchas preguntas en suspenso, o no puede responder del todo. Ahí es donde la fe puede iluminar los descubrimientos de la ciencia, pues la ciencia y la teología tienen su propia autonomía. Por tanto, ciencia y teología interrelacionadas, dan razón y sanan al ser humano en su totalidad.  En el trabajo que nos ocupa debemos afrontar, además, la intervención de Dios en la creación que ha salido de sus manos y que se mantiene en su ser. El milagro es un hecho producido por una intervención especial de Dios y destinado a un fin espiritual, que escapa al orden de las causas naturales por El establecidas.  Es lógico que el Creador pueda actuar por encima de las leyes naturales creadas por El mismo, cuando esa actuación no sea contradictoria (Dios no puede hacer que un círculo sea cuadrado o que lo frío sea a la vez caliente, pero puede hacer que lo frío se haga repentinamente caliente o que se suspenda por un tiempo la ley de la gravedad). Ahora bien, para realizar esa acción extraordinaria, y tan poco habitual, debe existir un motivo. El milagro pasa así a ser signo de algo que Dios quiere manifestar a los hombres. Un milagro es un hecho en la creación material que puede distinguirse de los sucesos meramente naturales, y que cae bajo la observación de los sentidos o viene a nosotros a través del testimonio, como cualquier hecho natural.

Creemos que Jesús de Nazaret es Dios hecho hombre. La entrada de Dios en nuestro mundo supone ya una prodigiosa intervención de su poder omnímodo haciéndose hombre. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que “respecto a la vida de Cristo, el Símbolo de la Fe no habla más que de los misterios de la Encarnación (concepción y nacimiento) y de la Pascua (pasión, crucifixión, muerte, sepultura, descenso a los infiernos, resurrección, ascensión)” (n. 512); “su humanidad aparece así como el «sacramento», es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora” (n. 515).  Verdaderamente “Jesús acompaña sus palabras con numerosos «milagros, prodigios y signos» (Hch 2, 22) que manifiestan que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (cf, Lc 7, 18-23)” (n. 547). Pero, indudablemente, el hecho de la Resurrección representa el milagro por excelencia en cuanto que, por el poder de Dios, vence el acabamiento fatal de la muerte y abre para el hombre un camino de vida gloriosa completamente nueva. Nos encontramos, pues, ante el misterio del «Hijo del hombre – Hijo de Dios», cuyo Yo transciende todos los límites de la condición humana, aunque a ella pertenezca por libre elección, y todas las posibilidades humanas de realización e incluso de simple conocimiento.

La Resurrección es el triunfo de Jesús sobre la muerte que abre el curso del mundo a la esperanza trascendente, una novedad que lo libra de un destino de muerte inexorable y que ilumina la existencia y la esperanza  con el triunfo de la justicia y del bien frente al poder de la iniquidad y del mal. Esta realidad singular no es un retorno a la vida terrena anterior, sino la participación de la gloria divina. Es, pues, un acontecimiento trascendente y al mismo tiempo histórico. En el podemos apreciar claramente de qué modo el milagro es esencialmente una llamada al conocimiento. 

El ensayo investigador que tenemos ante nosotros nos ofrece la posibilidad de adentrarnos con las herramientas de la física moderna al suceso histórico que, siendo trascendente, sale al encuentro de cada ser humano proyectando su luz y abriendo la vida temporal a una dimensión eterna y gloriosa: la Resurrección de Jesucristo. Si, con ayuda de la ciencia, y revisado el concepto filosófico de materia, podemos  comprender mejor los hechos evangélicos, la confesión de fe obtendrá mayor certeza. La inmensidad del universo nos devuelve siempre nuestra pequeñez, pero el Amor de Dios nos recuerda la infinitud que nos constituye. Espero que nuestro asombro se convierta en alabanza y en seguimiento amoroso de Aquel hombre resucitado que es Dios y vive por los siglos.

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