Cristo, nuestra esperanza, ha resucitado, y de su vida brota la existencia en la fe, la esperanza y la caridad; de su amor, todo consuelo; de su corazón traspasado que nos une en el amor del Padre y del Espíritu Santo brotan los sacramentos de la Iglesia. Pocas cosas hay tan satisfactorias y profundas, en relación con el corazón del hombre, como escuchar a Jesús hablando de la esencia de la vida cristiana, que es el amor: “como el Padre me ha amado, así os amo yo; permaneced en mi amor.” El amor viene de Dios, y su fundamento es divino, y nos exige la configuración con Cristo en la oración, el trato con Él, la vida sacramental… Es la vocación de todo hombre, que ha sido elevada en Cristo al nivel de Su amor. Y es éste el amor que necesita el mundo.

Permaneced en mi amor”, nos sigue diciendo a nosotros. Hemos sido creados para amar. Lo llevamos impreso en nuestro ser porque somos Imagen de Dios, y Dios, que nos ha creado a su imagen y semejanza, ha puesto en nosotros este anhelo de eternidad, esta necesidad imperiosa del hombre que busca siempre la fuente que puede saciarle y que realmente está en Dios y brota de Dios. Muchos que no conocen a Dios o se apartan de Él necesariamente siguen buscando ese amor donde no se da y donde creen encontrarlo. Se bloquean en actitudes agresivas en las relaciones humanas, precisamente porque llevamos la necesidad de amor en nuestro corazón, en lo más íntimo de nosotros mismos. Entonces, cuando no se vive el amor verdadero, se mistifica, se pervierte, se buscan formas distintas que justifiquen nuestra sed de amor, pero reduciéndolo y a veces anulándolo con actitudes contradictorias. Nuestro mundo demuestra frecuentemente estar centrado en el narcisismo y el egoísmo, y por tanto, siendo incontenible ese deseo de amar, ve la dificultad del amor, que no cumple sus deseos. Hay una gran decepción, y al mismo tiempo una gran necesidad.

Hablamos continuamente de la caridad y de expresiones de misericordia que deberíamos vivir, como cristianos, como personas que intentamos ser buenos. Pero si desvinculamos la acción caritativa y misericordiosa de la fuente divina no iremos muy lejos. El amor cristiano es divino, es tan divino como humano, pues Dios es Amor, es la Caridad infinita que se ha hecho hombre, a pesar de su “categoría de Dios”, rebajándose hasta la muerte y una muerte de Cruz. El Señor nos muestra un amor verdadero y completo. Y ese amor divino, que tiene como fuente al Padre, se nos muestra con toda su grandeza divina en el Corazón de Jesús, en el Hijo de Dios, Amante, que ama con el Espíritu de Dios que lo une al Padre y ofrece este amor a todos los hombres. El amor de Jesús es el amor del Hijo que responde al amor infinito del Padre por la vida del mundo.

Por eso cuando Jesús nos dice: “amaos los unos a los otros, como yo os he amado”, nos está hablando del amor con el que nos entrega su vida y nos enseña a entregarla a nosotros. Experimentamos muchas veces cómo el amor y el dolor van de la mano. A veces es un dolor voluntario de entrega a los demás, o porque el Señor expresa así su voluntad. Muchas veces hace falta un contratiempo, un dolor, para sacar nuestro amor: un amor crucificado, que nos llena de una profunda alegría aún en medio de las más complicadas dificultades. Conociendo la fecundidad de la Cruz de Cristo que nos ha redimido, el entorno incierto en el que ahora vivimos toma un tono diferente, siendo una oportunidad para el amor extremo, la esperanza y la alegría del corazón. Lo que para muchos es indeseable se convierte en una fuente de bendición, amor y redención para el prójimo. Con la gracia de Dios nos basta.

@EvangelioDelDia

Palabras del Obispo

Cristo es el consuelo, la paz y el descanso que todos necesitamos

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