«La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14, 27), dijo Jesús a sus discípulos, con esas preciosas palabras que recordamos cada día en la Eucaristía. No recibimos de Él simplemente un deseo de paz. El autor de la paz, el autor de la vida, el que puede realmente ofrecer al mundo lo que éste no tiene, nos constata que junto a Él experimentamos la paz verdadera: «no os la doy yo como la da el mundo; que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde«.

Acordaos que quiso enseñarnos sus manos y sus pies, perforados por las llagas, aquellas heridas por las que el Señor ha sido glorificado (Cf. Jn 20, 19-21). Es muy importante darse cuenta de que el Señor Resucitado, Jesús, no renuncia a su Pasión. Al contrario, nos ofrece la paz y nos ofrece el amor de Dios que ha dado la vida por nosotros, y nos enseña también a aceptar nosotros nuestras penalidades, nuestros sufrimientos, nuestras enfermedades, ¡y la muerte!, pero sabiendo que tiene sentido todo, desde el momento en que ha hecho algo que nadie más que Él puede hacer: que su muerte sirva para otros, no sólo porque nos ha dado un ejemplo, sino porque desde su morir vivimos nosotros hoy; su muerte nos abre la puerta del cielo y el camino de una vida nueva; y así nace su presencia en la Iglesia, activa y sacramental. Por eso celebramos la Eucaristía, donde Él se ha querido quedar, donde nos unimos a Él a diario.

«No tengas en cuenta nuestros pecados…» seguimos diciendo en cada Eucaristía. No hay mayor sosiego en medio de tanto desasosiego que a veces experimentamos. El perdón de los pecados supone que el hombre sin Dios vive en un desierto, apartado de una vida a la que aspira, pero no puede llegar. El hombre se ha separado de Dios, no ha tomado en serio su libertad, existe un abismo entre Dios y él. Pero Dios lo remedia dándole su propia vida, muriendo por él. Cristo es el autor de nuestra salvación. Y esa vida y esa muerte puede ser nuestra por el Bautismo, que nos hace hijos de Dios, que nos perdona los pecados, que nos hace miembros de la Iglesia; por el Sacramento de la Penitencia, que nos sana y restaura en esa vida de los hijos de Dios. La mayor de todas las misericordias del Señor no está en ver curado a un ciego, o a un leproso, o a un tullido; está en habernos dado el perdón de los pecados, en habernos hecho amigos de Dios, en habernos constituido hijos de Dios con su propia vida.

A menudo observamos como en nuestra sociedad se lleva casi de moda ensalzar la separación de Dios, que es precisamente el fruto del pecado. Cuando desde las mentalidades e ideologías ateas se prescinde de Dios y se quiere que la sociedad prescinda de Dios, el hombre queda profundamente huérfano, podría decirse, sin pastor, sin cuidado paternal, sin orientación esencial. Nos referimos a esa profunda orfandad que define al hombre contemporáneo, que pierde el sentido así de la fraternidad, de la paternidad, de la maternidad, de la amistad y la solidaridad. Necesitamos volver nuestra mirada al Señor. Se convierte en una responsabilidad solidaria hacia la sociedad.

El consuelo, la paz y el descanso que todos necesitamos ha costado muy caro a Dios. Dando su vida nos muestra el camino del servicio hasta el extremo, que tiene una exigencia, que es coherente, y que exige de nosotros una entrega total. Solo en la medida en que nos abrazamos al Amor Crucificado que nos da la vida y nos enseña a vivir y a servir encontramos la paz del corazón.

Vivamos de Cristo, de su Vida, en relación con Él. Ojalá todos encuentren en cada comunidad cristiana esta misma experiencia y se encuentren con el Señor Resucitado que da la paz que nunca acaba.

@EvangelioDelDia

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