descargaNos encontramos dentro de la Octava de Navidad, durante la que celebramos el Nacimiento de Dios (como en la Octava de Pascua celebramos en ocho días el día único de la Resurrección, así ahora, hasta el 2 de enero, celebramos la Natividad). La Iglesia en su Liturgia, siguiendo una tradición que viene desde el Antiguo Testamento, celebra durante ocho días las festividades más importantes. Así, vemos la Navidad desde la Pascua, y es muy común felicitar las Pascuas en estas fiestas. Y es que hay un nexo claro entre la Pascua de Resurrección y la Pascua de Navidad: con el niño Dios, Dios hecho hombre, totalmente Dios y totalmente hombre, se inaugura la nueva creación, la de un nuevo hombre, cada uno de nosotros, llamado a ser hijo de Dios por compartir Su vida en la Iglesia, la de una nueva humanidad anticipada en el Niño que nace.

La Navidad nos muestra un nuevo nacimiento, puesto que es la “Natividad”, y nos deja el recuerdo del amor de Dios que se hace Niño y entra así en la historia humana para eternizarla desde la sencillez y debilidad de lo humano. La Encarnación, por la que Dios se hizo hombre, es, por tanto, lo mejor de la vida, la plenitud de la creación, y nos arrastra consigo para hacernos como Él, semejantes a Él, para que nazca desde nosotros un mundo nuevo, como una “nueva creación”. Dios desciende a nosotros para elevarnos a cada uno hasta llegar hasta El y, amando como El, edificar un mundo nuevo. Por tanto no es una cuestión intrascendente la de acoger o no a este niño en cada uno de nuestros corazones. “Dios  con nosotros”, el “Emmanuel” (Mt 1, 23) y su amor viene a nuestra búsqueda, pues le necesitamos.

Vivamos el Nacimiento del Hijo de Dios cada día de esta Octava. No lo olvidemos en un ruido a veces excesivo. Acojamos este Reino, abrazando al Niño que nace sembrando la plenitud de lo eterno entre nosotros, en la comunión de su Iglesia y, en concreto, en nuestra familia diocesana, en nuestra parroquia, nuestras familias, nuestros movimientos y asociaciones. Contemplemos como en Belén el Salvador desciende a nuestra propia pobreza y acojamos al prójimo con la misma solicitud. Acojamos así al otro, sobre todo al más pobre y al pecador, como un don de Dios. Que mirar el pesebre y cantar villancicos, o reunirnos en familia y con los amigos, nos haga dejar de lado rencillas, rencores y egoísmos que destruyen y mancillan la convivencia humana. Sólo con esta sencillez de hijos y hermanos brillaremos como lumbreras en la noche del mundo. Que resuenen, pues, con alegría los cánticos de nuestra tierra, como dice el villancico, y que “viva el Niño de Dios que nació en la Nochebuena”.

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