
Quedan menos de dos semanas para celebrar Pentecostés. En el contexto precioso de la Última Cena el Señor, a lo largo del Evangelio de estos días, nos abre su corazón y nos conforta. Su Palabra proclamada y orada sigue resonando en su Iglesia, de modo que es el mismo Cristo Resucitado el que nos habla. Y en esta progresión de comunicaciones promete el Espíritu Santo, el Paráclito. Jesús se refiere a este regalo con este término griego rico en matices, que nos recuerda al lenguaje procesal: es el abogado defensor, y por tanto el que nos consuela en medio del mundo.
Seguir a Cristo debe implicar confrontarse con la mundanidad, en el sentido peyorativo del termino: son los criterios centrados en el interés humano, separados de Dios. A ello nos ayuda el Defensor, el Espíritu Santo, por el que la acción de Dios y la misión de Jesús -Encarnación y Redención- llega a nosotros como acogida, perdón, sanación y fortaleza para amar como Cristo, en amor extremo, abrazando la Cruz. El Dios-con-nosotros (Jesús encarnado, Enmanuel) pasa a ser el Dios-EN-nosotros (Jesús que nos transforma en profundidad, por la fuerza del Espíritu).
No puede extrañarnos que la mundanidad rechace al cristiano como la tiniebla a la luz: «El mundo no puede recibirlo (al Espíritu Santo), porque no lo ve ni lo conoce» a diferencia de sus discípulos, «porque (nos dice el Señor) vive con vosotros y está con vosotros«.
Lo que más debe de preocuparnos no es que no nos entiendan. Algunas personas no nos entenderán nunca, aunque tenemos que poner todo nuestro empeño y anunciar el Evangelio. Pero el problema no es tanto «el mundo«, sino que nosotros, los cristianos, no conozcamos el Espíritu de Dios, no vivamos en sintonía con Él, y nos contaminen los criterios mundanos. El Papa Francisco, en coherencia con el Magisterio, nos ha hablado mucho de esta mundanidad que se cuela en el seno de la Iglesia. Debemos volver siempre a la experiencia del Espíritu Santo que purifica nuestro corazón y nuestra mente. El Señor nos promete su consuelo: «no os dejaré huérfanos«.
Pidámosle al Señor ser hombres de esperanza, vivir profundamente unidos al Espíritu Santo. Tenemos que preguntarnos por nuestra vida de oración, para acoger la vida del Espíritu: ¿Qué relación tengo con Dios que vive dentro de mí? ¿Qué momentos dedico a esa conversación con Él, a escuchar la Palabra de Dios, a recibir los sacramentos? ¿De qué manera el Señor llena mi corazón de alegría, me da esperanza para vivir, me hace superar mis angustias? ¿De qué manera soy yo también transmisor de esa alegría del Evangelio a los demás?