
El anuncio de la resurrección ha quedado ligado al testimonio de los testigos, a quienes hacen la experiencia de encuentro con el Señor vivo. Las apariciones de Jesús son su constatación y el vehículo de la certeza. “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén… A nosotros, que hemos comido y bebido con Él después de su resurrección de entre los muertos nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos (Hch 10, 37-43)». La resurrección nos obliga a asumir como nuestra su propia misión, que se verá corroborada en la Iglesia por la llegada del Espíritu en Pentecostés: enseñar todo lo que Él ha mandado, para salvación del género humano. Anunciar esa Buena Nueva con palabras y obras, ser testigos de que Cristo vive en la Iglesia, fundada por Él, a la que prometió la asistencia del Espíritu Santo.
Es el momento de repetir con el Papa Francisco, en la oración que el 27 de marzo proclamaba para todo el mundo desde una plaza de San Pedro vacía: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?… No tengáis miedo». De todo lo malo, Dios puede hacer el bien. Si permite la muerte de su Hijo unigénito, es para que, a través de su Resurrección, nosotros mismos podamos tener acceso a una nueva vida. Su ofrenda en la cruz destruyó la muerte para siempre y nos abrió las puertas del cielo. Si creemos que Dios hace todo por el bien de los que le aman (cf. Rm 8,28), podemos decir que hará maravillas a través de la situación presente. Recemos por nuestro mundo, para que el Dios de la bondad, que puede sacar bien de todo mal, toque los corazones con su misericordia y superemos esta dura prueba.