MI MEDITACIÓN PARA EL DOMINGO DE RESURRECCIÓN

¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya!, repite la Iglesia desde los apóstoles hasta el día de hoy. Jesús se aparece vivo a sus discípulos y les muestra su costado abierto y sus llagas (Jn 20,20; Lc 24,40). “La Paz sea con vosotros”. “Vemos a Jesús coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, para que, por gracia de Dios, gustase la muerte por todos” (Heb 2,9). El Resucitado resulta ser la “primicia de nuestra futura resurrección” (Rm 6.5). El mal ha sido vencido por el amor de Jesús, que “pasó haciendo el bien” (Hch 10,38) y nos da así el bien mayor: su victoria. Si nosotros hemos sido «injertados en Cristo… también compartiremos su Resurrección” (Rm 6,5).

El fruto de la Cruz de Cristo no es solo la liberación del pecado y de la muerte, sino también, inseparablemente, la participación en la vida misma de Dios. Jesús “permanece” con nosotros y nosotros en Él (cf. Jn). Hemos sido engendrados a una nueva vida, como dice Jesús a Nicodemo. “La prueba de que somos hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre!” (Gal 4,4-6). Quien vive fiel a la gracia de Dios recibe esta donación de Dios mismo, sin necesidad de experiencias místicas, sino a través de la fe, la esperanza y la caridad que nos hará exclamar como a San Pablo: “Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mi” (Ga 2,20). Por la gracia del bautismo —que brota de Cristo resucitado, como se expresa en la Vigilia Pascual— “el Verbo renace siempre joven en el corazón de los santos” (Carta a Diogneto, XI, 4, SC 33). Ahora sabemos que por la Cruz de Cristo llegamos a la gloria. La vida cristiana está teñida de esperanza, es tensión por alcanzar la vida eterna y gloriosa que nos regala el Señor. Esta esperanza cristiana se convierte en compromiso por el presente cuando llegamos a experimentar aquí esta victoria conquistada por Él.

El amor, que aspira al encuentro definitivo, nos hace ver ahora que la cruz puede parecer una “locura” (1 Cor 1,18), pero no lo es. El corazón enamorado y seducido por el sabe que quien comparte los mismos sentimientos de Cristo, quiere entregarse como Él, para vivir para Él y con Él. Quien acoge este don del amor de Cristo, hace suyas sus actitudes, su entrega, para amar con el fuego del Espíritu —con un corazón herido de amor—, siguiendo al Señor en la peregrinación de la vida hasta gozar plenamente de la Pascua Eterna.

¡Dichosos los invitados a las bodas del Cordero!” (Apc 19,9). La vida eterna ha comenzado. A su luz, bajo la soberanía de Cristo Victorioso, ponemos nuestra vida, sin pretender sustituir a Dios ni su ley para seguir nuestro camino. A la luz de su amor victorioso y de su voluntad expresada en los evangelios, en las bienaventuranzas, en los mandamientos, cobra vida el trabajo, el amor matrimonial y la fecundidad de los esposos, el amor fraterno, el trabajo por construir un mundo mejor, la política, etc. A su luz comprendemos su humildad y desprendimiento; y que encontrar a Cristo es el tesoro de la vida, por el que un buen negociante vende lo que tiene para hacerse con el. La perla preciosa de la vida es el gozo que Jesús ha prometido a sus discípulos, unido al despliegue de la libertad, que nadie nos puede arrebatar. Dios nos ha abierto las puertas de la gloria.

Cuando el Resucitado se aparece en el cenáculo a los apóstoles —según relata San Juan (20,19-23)— “sopla” sobre ellos, realizando una acción simbólica como la de los antiguos profetas, y les infunde el Espíritu Santo para ir por todo el mundo anunciando la salvación y para perdonar los pecados. Es decir, confía a la Iglesia su misma misión: crear una nueva humanidad pacificada con Dios. El sigue presente haciendo eficaz este perdón, pero toca a la Iglesia —a nosotros— la tarea de hacer visible e histórica la salvación y “dar testimonio de la Verdad” (cf Jn 18,37-38). Con su presencia el mundo recupera la belleza, la ética, un anuncio de justicia, de luz, de amor, de armonía. Dejemos que Cristo resucitado marque el rumbo de la vida, que nos interperle sobre el bien y el mal, sobre lo verdadero y lo falso, sobre el existir y el morir. Porque volverá de nuevo en su gloria para juzgar a vivos y muertos.

¡Cristo está vivo, ha resucitado!: sintamos su presencia en todas partes, su fuerte —aunque invisible— compañía; que su esperanza nos mantenga alegres.

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