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Ya casi a las puertas de la Cuaresma, una pequeña reflexión sobre el Sacramento de la Penitencia, la Confesión. Y partimos de la propia experiencia, constatable universalmente.

«El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación. Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de dominar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándose interiormente y expulsando al príncipe de este mundo (cf. Io 12,31), que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud». (Cf. Constitución Gaudium et Spes, Concilio Vaticano II)

En efecto, el bautismo nos perdona los pecados, pero no nos hace impecables. Tras el bautismo, seguimos experimentando en nuestros cuerpos mortales la fuerza del pecado y la inclinación al mal. Sin embargo, puesto que hemos sido revestidos de Cristo y fortalecidos con la fuerza del Espíritu Santo, podemos resistir contra las tentaciones y salir victoriosos. Aun con todo, podemos pecar y, de hecho, pecamos. Por eso, además del bautismo, la misericordia de Dios tenía prevista una segunda tabla de salvación, para que todos los bautizados puedan recibir el perdón de los pecados cometidos. Esa segunda tabla de salvación es la penitencia que nos permite crecer día a día libremente en este amor transformador compartido con Dios. Esta es la aspiración del bautizado. ¡Recuperemos el gozo y el honor de ser bautizados!

Nuestro Dios es un Dios que nos salva (Salmo 68, 21a). Porque salva, no abandona al pecador en su pecado, sino que continuamente le llama para que abra los ojos y reconozca y confiese sus pecados. Iluminados por la luz de la misericordia divina, necesitamos reconocer que, si nuestro corazón no es sanado de raíz, seguiremos en nuestros pecados. Por eso, hemos de pedirle al Señor que cambie nuestro corazón, que lo sane y lo cure de las heridas que el pecado provoca en Él. Le pedimos también al Señor que nos ayude a querer y desear no pecar nunca más; y, como muestra de nuestra voluntad decidida, le suplicamos que nos conceda la gracia de estar siempre dispuestos a luchar contra el pecado que nos ata, e igualmente contra las consecuencias que provocan nuestros pecados: en nosotros mismos, en nuestro prójimo, en nuestra sociedad y en nuestro mundo.

Que el perdón de Dios, derramado abundantemente en cada uno de nuestros corazones, haga que todos los hombres puedan glorificarlo y reconocerlo como un Dios de amor y misericordia infinitas; y que, de este modo, se sientan atraídos a volver a Él y a encontrar en Él la salud y la salvación que necesitan. Así se cumplirá plenamente la obra que el Padre encargó a su Hijo, cuando le envió para dar su vida en rescate por todos.

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