MI MENSAJE POR LA JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES

El Domingo llamado del Buen Pastor celebramos la JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES. La vocación al sacerdocio y a la vida consagrada constituye un especial don divino, que se sitúa en el amplio proyecto de amor y de salvación que Dios tiene para cada hombre y la humanidad entera. La Iglesia es del Señor, no es una empresa humana, y por eso recurrimos en primer lugar a la oración para pedirle a Dios que nos dé pastores y que muchos le sigan en la vida consagrada. A lo largo de los siglos muchísimos hombres y mujeres, transformados por el amor divino, han consagrado la propia existencia a la causa del Reino. Todos ellos conocieron a través de Cristo el misterio del amor del Padre, y representan la multiplicidad de las vocaciones que hay en la Iglesia desde siempre. Escucharon la llamada amorosa del Señor Resucitado y se pusieron generosamente a su servicio.

En un tiempo como el nuestro en el que la voz del Señor parece ahogada por otras voces y la propuesta de seguirlo puede parecer demasiado difícil, toda comunidad cristiana, todo fiel, debería de asumir el compromiso de promover las vocaciones. Es importante alentar y sostener a los que muestran indicios de la llamada a la vida sacerdotal y a la consagración religiosa, para que sientan el calor de toda la comunidad al decir «» a Dios y a la Iglesia. Este trabajo pastoral incluye también la sensibilización de las familias, a menudo indiferentes, si no contrarias, incluso a la hipótesis de la vocación sacerdotal. En realidad, tiene que implicarse toda la comunidad cristiana, empezando por abrirse con generosidad al don de la vida y educar a los hijos a ser disponibles ante la voluntad de Dios. Más aún, hemos de proponer a los jóvenes la radicalidad del seguimiento de Cristo, mostrando su atractivo. Hemos de comenzar por aprender a mirar nuestra vida con fe, es decir, sintiéndonos amados por Dios, que nos ha llamado a la vida, pero para vivir en ella una misión.

Se trata de vivir la vida como vocación, en el amor que nos marca desde el bautismo para parecernos a Cristo. Necesitamos promover una cultura vocacional para entender que el amor que conocemos nos hace vivir para servir, no para encerrarnos en nuestros intereses egoístas particulares, desprendidos de compromisos y cualquier atadura incómoda. La fe nos lleva a vivir siempre de la mano de Dios, quien puede situarnos donde podamos hacer el bien en la Iglesia y en el mundo. Para hacer este itinerario que haga fecunda nuestra vida debemos participar en comunidades cristianas que viven un intenso clima de fe, un generoso testimonio evangélico, una pasión misionera que induce al don total de sí mismo por el Reino de Dios, y alimentarnos por la participación en los sacramentos, en particular la Eucaristía, y por una fervorosa vida de oración. Cultivemos, pues, en nuestras propias comunidades cristianas el deseo de la Eucaristía y del perdón; el deseo de ser acompañados como discípulos misioneros para descubrir la vocación a la que cada uno es llamado. Por eso, cada momento de la vida de la comunidad eclesial —catequesis, encuentros de formación, oración litúrgica, peregrinaciones a los santuarios, encuentros juveniles, etc.— es una preciosa oportunidad para suscitar en el Pueblo de Dios, particularmente entre los más pequeños y en los jóvenes, el sentido de pertenencia a la Iglesia y la responsabilidad de la respuesta a la llamada al sacerdocio y a la vida consagrada, llevada a cabo con elección libre y consciente. Oremos, pues, por las vocaciones, y vivamos todos ejemplarmente la vida como vocación.

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