El de mayo es el mes de la explosión de la naturaleza que se presenta cargada de vitalidad, y la expresión del poder de la vida. Es el de los mayos, las cruces y el consagrado a las flores, de donde la iglesia católica acoge el conocido «mes de las flores» en su calendario y lo dedica a la Virgen María, y así ha llegado hasta nuestros días. El mes de mayo, por tanto, la Iglesia lo dedica a la Virgen María mostrándole su amor con devociones variadas para profundizar en su misterio. Cuando llega la primavera con su esplendor natural, con sus nuevos brotes y sus flores, recordamos a María, la siempre joven llena de la gracia de Dios, que nos invita a renacer. Al traernos a Cristo en su seno, la humanidad conoció una nueva primavera, la de la salvación.

María es la mujer del silencio y de la escucha, y dócil en las manos del Padre, invocada por todas las generaciones como dichosa, porque supo reconocer las maravillas que el Espíritu Santo realizó en ella. Así, nunca se cansarán los pueblos de invocar a la Madre de la misericordia, bajo cuya protección encontrarán siempre refugio. «El mes de mayo nos estimula a pensar y a hablar de modo particular de Ella – constataba san Juan Pablo II en una Audiencia General al empezar el mes de mayo en 1979 –. En efecto, este es su mes. Así pues, el período del año litúrgico -celebramos la Pascua de Resurrección-, y el corriente mes llaman e invitan a nuestros corazones a abrirse de manera singular a María». Aprovechemos el mes de María para ofrecerle flores, rezar el Rosario, meditar sus misterios, realizar alguna romería para visitar algún santuario mariano, para venerarla y crecer en nuestra devoción.

Podríamos hablar de la especial presencia de la Virgen en la vida cristiana. El cristiano que vive una relación interpersonal con la Virgen conoce por experiencia que entre ella y él existe una comunión espiritual y un influjo íntimo que van más allá del espacio y del tiempo. María se hace presente en nosotros con su amor de madre, cercana a cada uno, pero acompañándonos de modo operativo, haciéndose contemporánea nuestra.

Tal verdad exige en el creyente una atención particular a la presencia de María, de modo que sea una actitud consciente y permanente. De este modo experimentamos la cercanía de la madre de Jesús en nuestro itinerario espiritual hasta alcanzar la plena configuración con el Hijo, la docilidad al Espíritu y la comunión filial con el Padre. «La piedad hacia la madre del Señor llega a ser para el fiel cristiano ocasión de crecimiento en la gracia divina, fin último de la pastoral. Porque es imposible honrar a la llena de gracia sin honrar en sí mismo el estado de gracia, es decir, la amistad con Dios, la comunión con Él, la inhabitación del Espíritu. Esta gracia divina alcanza a todo el hombre y lo hace conforme a la imagen del Hijo (Cf. Rom 8,29, Col 1,18)» (MC 57).

En tiempos de feminismo, de búsqueda de mujeres que sirvan de referente, volcarse sobre la Virgen es una apuesta sin duda provocativa. Porque es una mujer, pero que se adecúa poco a las aspiraciones más o menos establecidas en la opinión dominante. María es maternidad, obediencia, renuncia, resignación, entrega, unas disposiciones que hoy generan controversia. La paradoja de su figura –alguien tan humilde, obediente, resignado, que se entiende como esclava, que acepta la partida de su hijo, la renuncia a sus lazos de sangre, su dolor y su muerte brutal— es la clave sin la cual nada de esta historia podría contarse. Esta es la mujer única, la nueva Eva, madre de la nueva humanidad.

Hay que orar con María y así adquirir el punto de vista de quien permitió o hizo posible toda la historia de salvación. La propia historia de Jesús se nos abre de un modo inédito, completamente diferente, al mirarla desde los ojos de la Virgen. Con nuestro afecto y su presencia a nuestro lado viviremos la primavera de fe que necesitamos en este mes de mayo.

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