
La Cuaresma es un momento excelente para que cada uno examine la propia vida, el empleo de su tiempo y sus prioridades. La fe nos orienta hacia un Misterio y nos hace pertenecer a una historia. Porque creer no se trata sólo de creencias a las que uno pueda adherirse para contentarse con decir “yo ya tengo fe”. El misterio se ha desvelado en Jesucristo, que es la Luz del mundo, brilla y orienta nuestra existencia en medio de las tormentas de la vida, sin eliminar de nosotros la razón ni la libertad.
«Convertirse» –esa invitación que tanto se repite en Cuaresma— significa seguir a Jesús de manera que su Evangelio sea guía concreta de la vida; significa dejar que Dios nos transforme, y dejar de pensar que somos nosotros los únicos constructores de nuestra existencia; significa reconocer que somos creaturas, que dependemos de Dios, de su amor, y que sólo «perdiendo» (en cierto sentido) nuestra vida en Él podemos ganarla. Esto exige tomar nuestras decisiones a la luz de la Palabra de Dios. Actualmente ya no se puede ser cristiano solo por vivir en una sociedad que tiene raíces cristianas: también quien nace en una familia cristiana y es formado religiosamente debe renovar cada día la opción de ser cristiano, dar a Dios el primer lugar, frente a las tentaciones que una cultura secularizada le propone continuamente. Es preciso redescubrir la tremenda fuerza de la verdad, el valor inalienable de esta vida que se nos ha regalado para vivir una sola vez.
Sin saber qué es lo importante para mi no es fácil tener paz, por lo que hay que priorizar, poner límites, decidir. Reflexionar ante Dios en la oración es el camino mejor para hacer este examen de conciencia y obrar en consecuencia. De este modo, a la luz de Dios, recuperamos el valor de nuestra familia y amigos, pensaremos en aquellos que dependen de nosotros o de nuestro ejemplo, viviremos mejor el propio trabajo y nuestras obligaciones, afrontaremos nuestro futuro, con esperanza, porque el hombre es proyectivo, “futurizo” –como lo llamó Julián Marías—, orientado al más allá.
Las pruebas a las que la sociedad actual somete al cristiano son muchas y tocan la vida personal y social. No es fácil ser fieles al matrimonio cristiano, practicar la misericordia en la vida cotidiana, dejar espacio a la oración y al silencio interior; no es fácil oponerse públicamente a opciones que muchos consideran obvias, como el aborto o la eutanasia, etc. La tentación de dejar de lado la propia fe o de ser inconsecuente está siempre presente. La conversión es una respuesta a Dios que debemos revalidar varias veces en la vida.
Nuestra relación con las cosas tiene mucho que ver también con el consumo, los gastos, lo que edifica y construye frente al despilfarro. A la vista de lo necesario y lo superfluo es más fácil agradecer lo que tenemos y compartir los bienes. La persona es mucho más que las cosas. Reconociendo lo positivo que nos enriquece es más fácil ser agradecido y ayudar a los demás, valorar a cada cual como persona, poner el corazón en lo esencial. De aquí brota una alegría espontánea y esperanzadora. Se demuestra una vez más cuánto sentido tiene orar, ayunar y dar limosna.
Hemos de decir en esta Cuaresma como el Centurión: “Señor, creo, pero aumenta mi fe”. No dejemos que Dios pase a ser algo secundario. Vivir la conversión está en poner a Dios en el centro de la vida, y no a un lado, como algo ilusorio y superfluo. Que en este tiempo crezca nuestra capacidad de salir de nosotros mismos para ir en busca del otro, de los otros, de quienes nos pueden tender la mano y ayudarnos. Dios salva cuando se le deja su lugar, si verdaderamente es Dios para mi, no un adorno. Está en juego nuestra vida y la salvación del mundo. Para esto, para ser la “luz y sal” de la tierra, hay que escuchar el Evangelio, como ha dicho el Papa Francisco, “sin calmantes”, con realismo. Ahora nosotros tenemos la última palabra.
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