La verdad y el bien tienen gran importancia en la vida, en el comportamiento de las personas y en sus relaciones, y también en la vida social. Si aceptáramos que no existen, la educación no tendría sentido: ¿para qué enseñar algo que es falso? Educar bien supone inculcar al otro un gran amor a la verdad y al bien, elegir un camino que nos hace personas fiables, sinceras. Cada uno debe buscar el bien y la verdad y decidirse siempre por lo mejor, si no quiere ser falso, incoherente, o dejarse llevar por el mal.

Ortega y Gasset dijo que “La verdad es una necesidad constitutiva del hombre (…). Este puede definirse como el ser que necesita absolutamente la verdad”. La verdad, en vez de encadenar, libera del subjetivismo y de la esclavitud a las opiniones dominantes. Pero hay que buscarla con sencillez y humildad, sabiendo que nadie puede acapararla de modo absoluto. El prepotente cree que la verdad la crea él con su mente, y el ingenuo se fía de lo que le diga cualquiera.

A nadie se oculta el desprecio a la verdad de nuestra cultura, donde el relativismo y el subjetivismo han hecho estragos. Nos invaden las fake news, la charlatanería fatua y superficial, y aceptamos indiscriminadamente a las personas que mienten de modo habitual, las que repiten los slogans sin comprobarlos, las que no fundamentan lo que dicen y no suelen ser fiables. En dignidad son iguales, pero no en credibilidad. Sin embargo, quien engaña, antes o después se desacredita, quedará infravalorado y su palabra despreciada. A causa del relativismo, nuestra sociedad contemporánea mantiene una relación problemática con la verdad. Incluso se da por supuesto que la única postura democrática es no adoptar verdades previas, sin darse cuenta de que sin convicciones, el poder queda sin límites. Porque, sin una base moral objetiva, ni siquiera la democracia puede asegurar una convivencia estable y en paz.

Cuando la sociedad cómoda renuncia a encontrar la verdad, lo único que cuentan son los éxitos y los resultados, lo que proporciona placer, dinero, poder; eso es lo bueno y lo demás no. Se mira entonces a los pobres, a los desvalidos, a los hijos engendrados pero no queridos, a los discapacitados, como obstáculos para el bienestar de los demás, como seres inferiores y sin derechos. Su verdadera valía (ser persona) queda desprestigiada por sus condiciones materiales.

Gracias al relativismo, los poderosos extienden su dominio y acaban imponiendo su voluntad. Paradójicamente quienes más critican la existencia de la verdad se empeñan en imponer sus propias “verdades”. He aquí la verdadera trampa, el principal problema de hoy, que va minando poco a poco la salud de la sociedad y borrando la frontera entre el bien y el mal, entre la virtud y el vicio, entre la ciencia y la opinión, que permite todo prometiendo bienestar y libertad total. Entonces, como dijo San Agustín: “los que no quieren ser vencidos por la verdad, son vencidos por el error” (Serm, 358).

Prescindiendo de la moral, los más fuertes imponen su voluntad por la fuerza con “verdades” que dicen ser incuestionables –aunque solo para los demás— para transformar la sociedad con proyectos de ingeniería social según sus pretensiones.

Solo hay un camino: el compromiso con la verdad que debe fecundar la vida de las personas, y la coherencia, esa que descubrimos en las personas valiosas. Debemos distinguir necesariamente las opiniones respetables de los principios absolutos, y con ello, dialogar sin abdicar de las certezas donde se sostiene la persona; pero, sobre todo, ser críticos con la tiranía del relativismo, especialmente cuando afecta a valores fundamentales. La propaganda responde a intereses creados, pero mil personas repitiendo una mentira no la convierten en cierta.

Recordemos qué dijo Jesús: “Yo soy el camino, y la Verdad, y la vida; nadie viene al Padre sino por mi” (Jn 14.6). No hay mayor bendición que andar en la verdad. Jesús es de fiar, da confianza, no defrauda, da seguridad. “Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. La verdad exige veracidad y sinceridad. La libertad del cristiano consiste precisamente en que ninguna instancia humana puede dominar a quien se encuentra abierto hacia la Verdad misma. La verdad permanece, la mentira perece.

El hombre no es feliz siguiendo caprichosamente su gusto e imponiendo su propia y egoísta medida a las cosas. La experiencia nos dice que el hombre sólo es feliz cuando conoce la verdad y actúa en consecuencia, cuando busca y se compromete con el auténtico bien; en definitiva, cuando se dirige al fin al que tiende por naturaleza.

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Para escuchar en Audio: Mensaje Semanal del Sr. Obispo.

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