
MI HOMILÍA EN LA MISA DE EXEQUIAS DE D. DIEGO, SACRISTÁN DE NUESTRA SEÑORA DE LA PALMA DE ALGECIRAS.
(…). En la Eucaristía que estamos celebrando nuestro corazón se adentra en la conmemoración de la muerte de Cristo por la que nos introduce en la vida resucitada. Aquí es donde nuestra pobre oración adquiere un valor infinito, una fuerza más allá de nuestras fuerzas, porque la ignominiosa muerte del Hijo de Dios hecho hombre ha conseguido para nosotros una morada en el Cielo, una vida resucitada. Cristo ha vencido a la muerte, que ya no es un muro contra el cual todo se estrella y hace pedazos, sino un puente hacia la vida eterna.
La Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de Jesús, sigue siendo una escuela de vida para nosotros, donde aprendemos a vivir y a morir, a servir por amor, a entregarnos gratuitamente, a amar y a perdonar a los enemigos, a abrazar la debilidad –siempre derrotada aparentemente— para encontrar el poder y la fuerza de Dios que vence sobre el mal. Al instituir la Eucaristía, Jesús anticipó su propia muerte. Nosotros podemos hacer lo mismo. De hecho, Jesús inventó este medio de hacernos partícipes de su muerte, para unirnos a Él. Participar en la Eucaristía es la forma más verdadera, más justa y más eficaz de «prepararnos» a la muerte. En ella celebramos también nuestra muerte y la ofrecemos, día a día, al Padre. En la Eucaristía podemos elevar al Padre nuestro «amén, sí», a lo que nos espera, al tipo de muerte que quiera permitir para nosotros. En ella «hacemos testamento»: decidimos a quién dejar la vida, por quién morir. Esta es la Eucaristía en la que Diego acababa de participar antes de ser asesinado despiadadamente, la que le alimentaba todos los días y fortalecía para amar a su familia, para servir a todos, para vivir alegre con esperanza y con fe. Ha muerto por su fe y confesando su fe. El Señor le tendrá en su gloria. (…).
Aquí quedamos nosotros, dolidos, desconcertados. Quiero, por ello, manifestar mi condolencia a los familiares, amigos y parroquianos; y la cercanía paternal a las comunidades de Algeciras que han vivido este horror más de cerca. Puedo decir que es el dolor de toda la diócesis que sufre con vosotros, porque también es la Iglesia entera la que sufre. De todas partes nos está llegando su afecto fraterno y se unen a nuestra oración. A los cristianos nos han enseñado a perdonar y a orar por nuestros perseguidores, como hizo en la Cruz el Señor. De no perdonar estaríamos ya derrotados, nos habría ganado el mal. Pero no podemos desertar de hacer el bien, de imitar al Señor, ni podemos permitirnos no amar en una sociedad tensionada, irritada, herida, donde tantos sufren en su corazón situaciones muy duras que crean agresividad.
Constatamos a diario una fuerte crisis de valores. Pues bien, hechos como estos nos obligan a fomentar y construir una cultura de la convivencia, del respeto y de la paz, evitando los odios, los enfrentamientos gratuitos y tensiones innecesarias. No basta solo condenar la violencia. Hay que desenmascarar sus causas, las falsas divinidades que se esconden en un mundo que prescinde de Dios, y promover positivamente el bien. La violencia no tiene justificación, como tampoco el terrorismo, ni el atropello de las drogas, ni la manipulación de los otros, ni la falta de respeto a la persona y sus libertades, ni la presión del pensamiento único que excluye toda opción diversa, ciertamente también fanático e irracional. (…).
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