
ARTÍCULO DE NAVIDAD, PUBLICADO EN DIARIO DE CÁDIZ, 24/12/22
“¡Venid gozosos, triunfantes, venid a Belén!” La Navidad celebra que un gran Amor ha salido a nuestro encuentro y nos acompaña porque quiere; que cada uno es amado, sea cual sea su historia, con todo lo sufrida o doliente que pueda llegar a ser. Uno es cristiano cuando lo acepta, no por lo bueno que uno es, sino “por la gracia de Dios”, como rezaba el antiguo Catecismo, pues ser cristiano es acoger un regalo y encontrarse así con la meta en medio de la existencia, y descubrir la plenitud posible de la propia vida. Es reconocer con gratitud el camino, no tanto el recorrido que uno ha hecho para llegar hasta Dios –pues Dios no es nunca un “logro” del hombre, como una licenciatura o un master—, sino el recorrido que Dios ha hecho para encontrarme a mí, una persona insignificante perdida en el cosmos. “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” dice San Juan.
Aunque el corazón del ser humano, ayer como hoy, está hecho para el infinito, cuando crecemos en un ambiente cultural y políticamente tan asfixiante como el nuestro, nos llegamos a creer que la felicidad consiste en comprar, vestir, gastar, por lo que, lógicamente, la vida se convierte en un ejercicio permanente de decepción. La desilusión es tal vez la experiencia humana más común en las sociedades más desarrolladas y deshumanizadas. Si todas las supuestas fuentes de la felicidad son de “usar y tirar” la conciencia se vuelve cínica, insatisfecha y resabiada de tantos ídolos vacíos a los que llegamos a adorar. El hombre dislocado se siente roto y su horizonte es cada día más pobre. Muchos no conocen un amor verdadero ni el perdón, ni lo añoran, pues hay que haberlo tenido alguna vez para echarlo en falta.
Este Amor que ha venido a buscarnos nos rescata de la decepción y nos restituye la libertad y la esperanza en este querido y desilusionado mundo nuestro. Hoy mismo –no hace dos mil años— sigue siendo la fuente de la mayor alegría. Entonces la vida se transforma en signo y, aunque las cosas siguen sin ser infinitas, todas señalan ya la meta, todas vienen de allí, todas hablan del Amor de Dios. “Pastores y pastoras, / abierto está el Edén./ ¿No oís voces sonoras?/ Jesús nació en Belén” (Amado Nervo).
El Nacimiento de este Niño en Belén, mirado con ojos limpios, permite contemplar a Dios que nos entrega a su hijo, al Hijo de Dios que nos “amó hasta el extremo”, y es causa de un gran consuelo. Saber que Cristo me acompaña en la Iglesia y que la Virgen cuida de la vida arranca nuestra pobre existencia de la desesperanza y de la angustia, y suscita el gusto por vivir. En los rostros familiares y amigos que han acompañado mis días encuentro –con amor agradecido— el reflejo del cuidado providente de Dios que ha abrazado y ha renovado todo lo humano. Su amor nos rescata del abismo.
El deseado amor incondicional, definitivo y eterno, nos dice que a quien queremos en realidad es a Dios, pues todo en nuestro corazón es nostalgia de Dios, añoranza de un Amor y de una Vida que no acaben, que no lo destruya el paso del tiempo ni nuestra fragilidad. Sólo un Amor así podría iluminar la existencia, llenar todo de sentido, y darnos verdaderamente la vida. La Navidad anuncia que ese amor infinito para el que está hecho el corazón, actúa en la historia desde la Encarnación del Hijo de Dios, «vive entre nosotros» (Juan 1,14), tiene un rostro humano, podemos encontrarlo y no pasará nunca, porque permanece para siempre.
Es aún más sorprendente que, porque nace Jesús, podemos volver a nacer. Encontrar a Cristo fue para San Pablo tanto como ser creado de nuevo, como volver a nacer, acceder a la vida verdadera que es ya la vida eterna (cf. Juan 17,3). En El hallamos nuestro destino y la verdad de nosotros mismos, la realidad más consistente de nuestra existencia. Cobra entonces un nuevo significado el hecho de vivir y determina toda la existencia, la relación con la vida, con las personas y las cosas, también conmigo mismo. Todo tiene un significado nuevo, un gusto nuevo, un nuevo interés. No tendría sentido vivir sin El. Una asombrosa gracia que no se queda en el pasado, se nos ofrece hoy.
Jesús salva la distancia infinita entre Dios y nosotros y se abraza a nuestra humanidad en la más grande y gozosa de las bodas que haya habido jamás. La luz de Belén nos ha deslumbrado después en la Pasión y en la Cruz, pero sigue viva en la Iglesia como perdón de los pecados y como Pan de Vida, como paciencia y fidelidad sin límites “todos los días, hasta el fin del mundo”, e ilumina todo amor humano. La Navidad nos dice en qué consiste el amor, nos da la medida del amor verdadero, de cualquier afecto, nos enseña en qué consiste la vida. Y es que si el Hijo de Dios no hubiera nacido tal vez nada tendría sentido, todo podría ser absurdo.
Jesús es el “Sol de medianoche” que nos inunda de soberana belleza, ilumina todo y nos conmueve. Adorar al Niño Dios con los labios, con la mente y –sobre todo— con el corazón, es sin duda el gesto más humano y racional que hacemos en todo el año, algo cargado de copiosas consecuencias personales, pero también para la paz y el bien del mundo. ¿Cómo no gritar Adeste, fideles, venite adoremus, si el Amor sale a nuestro encuentro?
25 de diciembre de 2022. Homilía en el Día de Navidad.
24 de diciembre de 2022. Homilía en la Misa de Medianoche de Navidad.