Estamos a las puertas de la Navidad. Preparémonos para celebrar con profundidad el nacimiento del Niño Dios. El anuncio de la Navidad, el anuncio de que Cristo ha nacido y permanece con nosotros es siempre algo nuevo, igual de joven e igual de nuevo, la Navidad de este año que la del año pasado, que la primera noche de Navidad, porque no es una fiesta que podamos vivir como una rutina. No es una fiesta, como dicen algunos, de estar juntos en familia y, al vernos, recordarnos cosas y ayudarnos un poco a estar contentos, aunque sea artificialmente. Tal vez nunca como hoy es tan necesario recordar que la Navidad no es una cuestión sólo de turrones.

La Navidad es la gran sorpresa que necesita un mundo como el nuestro. Es la gran admiración de que Dios desea nuestra humanidad; nos asombra que Dios ha querido entregarse a nosotros, compartir nuestros llantos, nuestros sufrimientos y nuestros dolores, abrazar nuestra miseria y nuestra pequeñez, y rescatarnos de ella, para poder vivir con alegría. No con la alegría que surge cuando todo es perfecto, sino con la alegría que uno tiene de que, aunque todo no sea perfecto, aunque muchas cosas sean muy imperfectas, hay un Amor inmenso que es más fuerte que todo el mal del mundo. Y eso es lo que anuncia la Navidad. Lo anuncia para cada uno de nosotros y lo anuncia para todos los hombres, porque la miseria de este mundo a veces produce dolores insoportables, sentimientos de fracaso, soledad y tristeza. Nadie quiere estar triste, aunque la experiencia de la vida, de la vejez y la enfermedad, la experiencia del mal produce un fuerte decaimiento y desesperanza. La vida que vivimos hace que tengamos tensiones enormes en el ámbito del trabajo, en el ámbito de la familia. 

El Señor Jesús ha iluminado su Rostro sobre nosotros en la sonrisa paciente de un Niño que es el Hijo de Dios que nace hombre, como nosotros. La gran sorpresa es que ese Niño, como nosotros, trae la vida de Dios. Si lo acogemos, si abrazamos a Cristo en nuestra vida, si respondemos a su sonrisa con la nuestra, Él nos da la alegría verdadera. Nada nos hace tan conscientes de que necesitamos el abrazo de Dios como esas dificultades en las que podemos estar viviendo.

Hay un Amor que nos abraza y nos perdona a todos. Hay un Amor que si lo acogemos en nuestro corazón, también nos permite a nosotros acoger a quienes nos quieren bien y a quienes no nos quieren tan bien. Este es el Misterio grandioso de la Navidad: que el Amor infinito abraza nuestra humanidad tal como es, conociendo cómo somos y sabiendo lo que damos de sí. Y no se ha avergonzado de ese abrazo, ni se ha echado para atrás, ni se ha cansado de querernos, sino que una y otra vez se nos ofrece y se nos da como posibilidad de una vida verdadera; como posibilidad de una humanidad buena; como posibilidad de mirar al otro siempre como un bien, a pesar de sus límites, a pesar de mis límites, a pesar de sus torpezas, y a pesar de mis torpezas. El otro siempre es un bien. El otro es alguien a quien puedo tratar con respeto, con afecto. Sólo desde ahí podemos construir un mundo humano. Así se edifica el inestimable amor de la familia, y así se intenta hacer de la sociedad otra gran familia, un mundo de hermanos. Desde este abrazo se ama, se sirve a los demás, se perdona, se comparten los bienes y el corazón.

¡Ojalá cada uno de nosotros pueda celebrar la Navidad con plena conciencia de la novedad que la Navidad nos trae! No dejemos de preparar el Nacimiento de Cristo abriendo el corazón a su perdón, a su consuelo, a su vida.

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