
La Iglesia celebra hoy la Conmemoración de todos los Difuntos. La visita a los cementerios ante las tumbas de los que nos han precedido es la imagen de este día, lleno de recuerdos y de agradecimiento, en el fondo de agradecimiento a Dios, porque en ellos pudimos palpar un gran amor, reflejo de Dios, que es Amor; pero también día de esperanza porque, en el fondo, estamos expresando que los nuestros viven y que esperamos verlos en la vida eterna, y que todos estamos llamados a la gloria de los santos, cuya Solemnidad celebramos ayer, día 1 de noviembre.
“Dios no ha hecho la muerte… El creó todo para que subsistiera” (Sab 1,13s). Con la caída de la infidelidad entró la muerte en el mundo. Aún así no tiene poder definitivo sobre el hombre. Ciertamente es el máximo enigma de la vida humana y produce en nosotros temor y ansiedad porque nos resistimos a desaparecer. Nuestra rebeldía ante la muerte muestra que el corazón reclama la eternidad, responde al anhelo de eternidad que Dios ha puesto en nosotros.
La Iglesia celebra con Cristo la resurrección y la vida. Él nos abre las puertas del cielo, nos dice: no morirás; establece un vínculo con nosotros uniendo el cielo y la tierra, y de nosotros con los demás para siempre. Dios se ha hecho hombre para recorrer con nosotros este valle de muerte, para que no lo recorramos ya solos. Con Él se ilumina este tránsito misterioso, y, aunque nos estremece el hecho de tener que pasarlo, podemos decirnos: “hasta luego, nos veremos después”.
Hacemos nuestro el Evangelio y las palabras de Jesús a Marta, la hermana de Lázaro muerto: “si crees, verás la gloria de Dios”, porque “yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mi no morirá para siempre”. Sólo puede consolarnos la promesa de resucitar (Cf. Jn 11, 19-27). El resucitado nos quiere vivos, que fundamentemos la vida en Él, la roca firme en la que se puede construir la vida sin temor a la muerte, donde se aprende a servir, a entregar la vida por amor.
Con la mirada puesta en la caducidad de la vida y el fin de la existencia el Señor en el evangelio se compara a si mismo como al mayor tesoro de incalculable valor (Cf. Mt 13, 44-46), por lo que adquirirlo es el mejor negocio. Cristo es el tesoro escondido que aparece en el mundo con su encarnación y venida a nosotros. Todo cuanto se tiene o posee, todo lo que vivimos, se pone en juego ante Él, que nos muestra el gran negocio de la vida.
Oremos para que vivamos la muerte, y la caducidad inherente a nuestra vida terrena, las dificultades que hablan de la finitud del camino, sin abatimiento ni resignación, sino con esperanza y conversión. La dura experiencia de la muerte no es una broma. Sólo con la luz de la presencia de Cristo victorioso se ilumina lo más opaco de nuestro dolor. “A los que aman a Dios todo les sirve para el bien” porque la eternidad es el cumplimiento de la esperanza surgida en nuestro camino en esta tierra y la fe nos enseña a amar la vida, a contemplar su belleza, pero también que al final de la existencia nos acoge el Señor en sus manos gloriosas. “El nos ha llamado y justificado para destinarnos a su gloria (cf. Rm 8, 28-30).»
Los paganos llamaban necrópolis, ciudad de los muertos, al lugar donde colocaban a sus difuntos. Los cristianos inventaron otro nombre, más lleno de esperanza: cementerio, el lugar de los que duermen. Así rezamos por ellos en la liturgia: «Recemos por los que nos han precedido en el signo de la fe y duermen el sueño de la paz».
Llenos de esperanza, honremos a nuestros muertos, ofrezcamos la Eucaristía. Oremos por ellos con afecto y gratitud:
“Oh buen Jesús, que durante toda tu vida te compadeciste de los dolores ajenos, mira con misericordia las almas de nuestros seres queridos que están en el Purgatorio. Oh Jesús, que amaste a los tuyos con gran predilección, escucha la súplica que te hacemos, por la intersección de la Santísima Virgen y por tu misericordia concede a aquellos que Tú te has llevado de nuestro hogar el gozar del eterno descanso en el seno de tu infinito amor. Amén.
Dales, Señor, el descanso eterno; y brille para ellos la luz perpetua. Amén»
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