MI MENSAJE POR TODOS LOS SANTOS Y TODOS LOS DIFUNTOS

Los primeros días del mes de noviembre tienen lugar dos celebraciones importantes en el calendario litúrgico: la Solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos. Para toda la Iglesia es una gran celebración, porque los santos nos señalan nuestro destino y nos aseguran que el Cielo es la morada de Dios, que nos creó por amor y quiere que gocemos con Él por toda la eternidad. La liturgia católica ha dedicado esta Fiesta especial a hacer presentes en nuestra memoria a todas aquellas personas que, superando la debilidad y las tentaciones, fueron dóciles a la acción del Espíritu Santo y ahora comparten la gloria de Cristo. Para nosotros es una gran oportunidad de agradecer todos los beneficios, todas las gracias que Dios ha derramado en personas que han vivido en esta tierra y que han sido como nosotros, con las mismas debilidades, pero también con las fortalezas que vienen del mismo Dios. Han hecho mucho bien y han dejado una huella profunda en esta tierra, lo que nos estimula a nosotros a vivir evangélicamente haciendo el bien. Celebramos este día con un corazón agradecido como Iglesia, el Pueblo de Dios que vive la historia de la salvación, donde vivimos el impulso de la santificación, porque Dios ha estado grande con nosotros y estamos alegres. Los santos, que desearon la Gloria de Dios desde aquí en la tierra, lo siguen deseando en la visión beatifica, y comparten el mismo deseo de Nuestro Señor Jesucristo de que todos los hombres se salven y lleguen a gozar de su gloria. Es decir, están de nuestra parte e interceden por nosotros para que vivamos con virtud y aspiremos al Cielo.

La Conmemoración de los Fieles Difuntos, después de recordar nuestro destino de gloria, no pretende avivar nuestro dolor, sino ayudarnos a crecer en la virtud de la esperanza. La fe en Cristo, que murió y resucitó por nosotros, nos descubre que la meta de nuestra esperanza traspasa los límites de esta vida. Dice San Pablo que «si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad» (1 Cor 15, 19). Sabemos que la muerte, que es el horizonte de nuestra vida terrena, es la dificultad más grande para mantener la esperanza, pero también sabemos que «el último enemigo en ser destruido será la muerte» (1 Cor 15, 26). Ante ella, para quien no tiene fe, el deseo de vida que hay en el corazón de todo ser humano parece una ilusión para poder afrontar las dificultades, pero en el fondo algo irreal. En cambio para el cristiano la verdadera esperanza no consiste únicamente en desear que se superen las dificultades o que se realicen sus pequeños deseos u objetivos, sino en aspirar a la vida eterna.

Las personas no podemos vivir sin esperanzas. Quien pasa por un momento difícil naturalmente tiene la esperanza de superar la situación que le preocupa, y quien tiene un objetivo vive con la esperanza de poder conseguirlo y lucha por ello. Una persona sin esperanza es una persona sin ilusión. La esperanza es una virtud, es algo positivo. No consiste en aguardar con resignación una vida posible más allá de una muerte que un día u otro llegará, sino en desear que, cuando venga ese momento, las promesas de vida y de salvación que Dios nos ha revelado en Cristo se cumplan en nosotros y en nuestros seres queridos. No se trata de mera resignación ante algo inevitable. Eso no nace de la fe y quita la alegría de vivir. La auténtica esperanza cristiana se vive como deseo del cielo y es la fuerza que nos ayuda a crecer en la santidad. La esperanza hace brotar en nosotros un sentimiento de alegría, porque tenemos la seguridad de que las promesas de Dios se han realizado en muchos hermanos nuestros que han vivido de una manera sencilla y humilde en amistad con Dios. Ciertamente, de la esperanza brota también la oración por nuestros hermanos difuntos. Orar por los difuntos y el piadoso ejercicio de visitar los cementerios nos recuerdan que la muerte cristiana forma parte del camino de asimilación a Dios y que desaparecerá cuando Dios será todo en todos. Aunque la separación de los seres queridos es ciertamente dolorosa, no debemos tener miedo de ella, porque cuando está acompañada por la oración de sufragio de la Iglesia, no puede quebrar los profundos lazos que nos unen en Cristo. 

Estos días los recordamos con la serena confianza que nos da la fe, que nos dice que la misericordia del Señor es eterna, que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad y que si ha entregado a su Hijo a la muerte por nosotros, nada nos podrá separar de su amor.

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