
Seguimos profundizando, como cada mes de junio, en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que manifiesta el amor infinito de Dios por cada uno de nosotros. No cabe duda de que hoy es revolucionario hacerse preguntas, cuando la presión cultural las evita, las suprime o las desvía, ahogando los deseos más intensos del corazón. Pero si expresamos las aspiraciones más profundas, descubrimos nuestro sentido último: hacia dónde vamos, y qué es lo que vale y qué no. Deseamos amar, amar y ser amados, con un amor más fuerte que la muerte, que dure para siempre, que goce de eternidad. Lo sabe bien alguien que pierde a un ser querido: que el amar no está hecho para la ruptura. Lo sabemos todos por experiencia, pues vemos que nuestro amor no se sacia nunca: incluso cuando alcanzamos en esta vida esos pequeños «amores» y deseos, familia, hijos, profesión, que si tales cosas materiales, culturales…, finalmente lo alcanzado sabe a poco y necesitamos más. Sólo Dios, la presencia de Jesús, de su corazón palpitante en nosotros, puede cumplir este anhelo universal y tan profundo.. Amarle, experimentar su amor hasta el extremo por cada uno de nosotros, y amar el mundo como Él: el encuentro íntimo con Cristo es lo que llena el corazón del hombre, ya en esta vida, y plenamente en el Cielo.
A veces, sin embargo, tiramos la vida por la borda. Es importante elegir las verdaderas promesas que abren al futuro, en lugar de agostar la existencia. Aún con renuncias, quien ha elegido a Dios tiene, hasta en la vejez, un futuro sin fin y sin amenazas ni temor. Por eso, es importante elegir bien y no destruir el futuro. Y la primera elección fundamental debe ser Dios, elegir a Dios, que se ha manifestado en su Hijo Jesucristo, en «amor extremo«, crucificado, traspasado… Y a la luz de esta elección se encuentran los criterios para otras opciones necesarias.
El punto de partida es necesariamente un encuentro vivo y personal con Él, conocerle en Persona. Os aseguro que es posible y bien fácil. Para encontrar el amor de Cristo, para encontrarle realmente como compañero de mi vida, tenemos ante todo que conocerle, como hicieron los discípulos. Conocerle, entrar en una relación personal y real con Cristo, de primera mano, exige dialogar con Él, hablarle; pero sobre todo escucharle donde sé perfectamente que me habla: en el Evangelio. Y este coloquio con el Señor en la Escritura debe realizarse no sólo individualmente, sino también en la gran comunión de la Iglesia donde Cristo está siempre presente: en la comunión de la liturgia, del encuentro personalísimo en la Eucaristía, en el sacramento de la reconciliación, en el que el Señor dice a cada uno: «te perdono.»
¡Hay tantas dimensiones para entrar en el conocimiento de Jesús! También puedes encontrarle en ese importante camino de la ayuda a los pobres y necesitados, ofreciendo tu tiempo a los demás. Si conoces un poco la vida de los santos, verás qué bien encontraron ellos el rostro de Jesús, cuando entraron en su corazón. Ellos nos enseñan enseguida, no tanto cómo anunciar la fe al mundo, sino más bien, a pasar de una fe simplemente creída con la cabeza a una fe vivida. Entonces comprenderemos lo que trasciende toda filosofía que es el amor cristiano (Cf. Ef 3, 19).
Cuando conocemos personalmente a Jesús, podemos también comunicar esta amistad nuestra a los demás, y superar la indiferencia que nos rodea, porque, aunque parezca que no se tiene necesidad de Dios, en realidad todos saben que les falta algo en sus vidas; y cuando descubren a Jesús, dicen: «¡Esto es lo que estaba esperando!» Cuánto más seamos, de verdad, amigos de Jesús, más podremos abrir el corazón a los demás para que también ellos sean verdaderamente jóvenes, o sea, que tengan ante sí un gran futuro.
Anunciemos a Cristo, el Señor, esperanza del mundo, y seremos misioneros. Entrad estos días en la intimidad acogedora y cálida de la amistad de Dios, y experimentad como palpita de amor el Corazón de Jesús. Es revolucionario enseñar que, efectivamente, la respuesta, o mejor dicho, el oxígeno que necesita el mundo agónico de hoy es Cristo: ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo? (Rom 8, 35).
TE INTERESA: