Celebramos la memoria de la Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia. Nada hay mejor que una madre. Las madres están junto a sus hijos y cargan con sus cruces. Jesús se dirige ahora a su madre y a su amigo, el querido discípulo, a los suyos: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre».  En ellos estamos representados la Iglesia entera. Este acontecimiento podría llamarse “el testamento de la cruz” donde el Salvador nos regala a su propia madre (Cf. Jn 19, 25-34). A partir de ahora nos sabemos hijos de la Virgen María, hijos en el Hijo, y a su hijo Jesús, el Hijo de Dios, nuestro hermano mayor.

La Virgen, la Dolorosa, al pie de la Cruz, sufriendo por ver a su Hijo así, es proclamada Madre de la Iglesia. En su agonía Jesús se conmueve al verla llorar. Pero María repite su “Fiat”, “hágase”, ahora junto a la cruz, íntimamente unida al “Fiat” de Jesús. Desde ese momento es madre de todos nosotros y nos quiere como le quiere a El. Nunca nos abandona. Es madre de los pecadores y consuelo de los afligidos. Habíamos escuchado a Jesús decir que su madre y sus hermanos son los que cumplen la voluntad del Padre (Cf. Mc 3, 34-35), y, por eso, la valoramos más. Ella nos educa para que sigamos con amor sincero a Cristo. Desde entonces la Madre de Dios nos ayuda a vivir con fidelidad, a ser sus discípulos.

Jesús sabe la importancia de una madre y nos la regala como la mejor herencia, después de otorgar el perdón. Nadie mejor que Ella para ayudar a llevar la cruz de sus hijos, para hacer de la Iglesia un hogar, para sembrar ternura en el mundo. Lo comprobamos cada día junto a los enfermos, cobijando a las familias, compartiendo el alimento, ayudando a los demás. Hoy también ellas llevan una pesada cruz y soportan más que nadie una cultura de la muerte donde se ridiculiza y obstaculiza la maternidad, se desprecia la vida, se promueve el aborto y la eutanasia, se fomenta la violencia que acaba en horrorosos malos tratos, en actitudes que contradicen el sentimiento femenino espontáneo de acogida.

La Virgen María es la nueva Eva que alumbra una nueva humanidad, la Iglesia, que crece con la fuerza del Espíritu Santo. Ella nos conforta para vencer la cultura de la muerte colaborando con su Hijo, Jesús, sin huir de sufrimientos ni compromisos; ella comprende especialmente a las mujeres y a las madres; ella nos acoge y hace hogar, con dignidad y fraternidad. La Iglesia ve en ella su modelo porque nos une a Jesús, y ora y ama con libertad.

Ella “mira” a su hijo acogiéndonos con sinceridad, porque ha aprendido a mirar como nos mira el Señor y abre nuestro corazón a los sentimientos del Salvador. Ella nos enseña a aprender a mirar. Nuestra Iglesia ha de imitar esta maternidad de María en todo.

Señor Jesús que nos diste a tu propia Madre al pie de la cruz: haz que, protegidos por ella, imitemos siempre su fidelidad. Enséñanos a amar a nuestra Madre la Iglesia con entrega, con ternura, viviendo siempre en comunión, mostrando su rostro acogedor y fraterno. Que experimentemos vivir en su hogar, un lugar de encuentro y sanación, siempre dispuestos a acoger, especialmente a los necesitados, solos o abandonados. Enséñanos, Señor, a mirar como tú nos miras, a acoger como tú nos acoges, a sentir como tú sientes, a valorar la dignidad de cada uno para salir al encuentro de todos con el deseo de evangelizar y que en encuentren en tu corazón su hogar.

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