
San Juan Pablo II dice en la exhortación apostólica Christifideles Laici, que “es absolutamente necesario que cada fiel laico tenga siempre una viva conciencia de ser un miembro de la Iglesia, a quien se le ha confiado una tarea original, insustituible e indelegable, que debe llevar a cabo para el bien de todos”.
En efecto. Muchos lo viven intensamente. No se puede olvidar a los innumerables laicos que han participado directamente con su compromiso social, en su testimonio publico, en el trabajo y la empresa. Hombres y mujeres animados por una gran fe y auténticos testigos de santidad que, en algunos casos, fueron además iniciadores de grandes obras y llegaron incluso a dar su vida. Pues bien, debemos animarnos para seguir impulsando la fe y renovar la esperanza para que muchos otros conozcan y sigan a Jesucristo, sobre todo en nuestras familias.
Ahora que estamos comenzando el curso pensemos, por ejemplo, en la catequesis que difunde el Evangelio. Llegar a ser cristianos y creer no coincide con aprender y comprender una doctrina. Cristo envió a los apóstoles a predicar y bautizar. Por el bautismo, trasplantados en Cristo, participamos del amor y de la vida misma de Dios. Una cosa son las ideas y otra la participación en la vida de Dios, que es amor eterno. Las ideas y los conceptos no llegan a transmitir por completo la experiencia y la vida suficientemente, por eso la evangelización no puede girar sólo en torno a la enseñanza, de la doctrina, las ideas, los razonamientos, etc. Los sacramentos son principios activos de la transfiguración del hombre. Anunciar el evangelio no es solo una actividad discursiva sobre las cosas de Dios, o la comunicación de un conocimiento espiritual, sino que conlleva una participación en la vida de Dios que no es erudición ni especulación, por eso desemboca en la alabanza, la glorificación, la bendición de la gracia.
Nuestra vida bautismal, por otra parte, nos muestra lo que llegaremos a ser, nuestra resurrección. No olvidemos que para educar hoy son necesarias creatividad y visión. La vida se comprende a partir de su meta, desde su final se intuye la ruta a seguir. La siembra se valora por la cosecha. El arte de vivir se desarrolla contemplando el final, como el artista que contempla aquel objeto que quiere esculpir o pintar. Comprendemos así que la Eucaristía es el verdadero icono del éschaton, el ámbito de la revelación del misterio de Dios. Allí entramos en unión con Cristo, acudimos a nuestra fuente, que nos adentra en la gloria hacia la que caminamos aquí abajo, pero proyectados hacia el Amor Eterno.
Los padres de familia deben ser los primeros catequistas que lleven a sus hijos al camino de iniciación cristiana, no como un mero requisito o cumplimiento, sino con la convicción firme de que, alimentando la fe que inculcaron cuando sus hijos eran más pequeños, puedan seguirse formando de la mejor manera para dar razón de aquello en que creen. Debemos participar más en la vida de la parroquia y que las parroquias se conviertan en gimnasios de vida cristiana y escuelas de servicio al prójimo, para ayudar especialmente a los más necesitados que esperan gestos concretos de solidaridad y estando siempre abiertos y disponibles para los demás.
Ante el individualismo y la indiferencia que lleva a la soledad y al descarte de tantas vidas, la respuesta cristiana no está en el reconocimiento resignado de la pobreza de valores de hoy, en el lamento nostálgico del pasado, sino en la caridad que nos reúne en comunidad, animada por la esperanza, que sabe mirar la realidad con ternura y con humildad, que profundiza en la fraternidad, que fomenta un nuevo modo de vivir, el del evangelio de Jesús, que llena el corazón y hace nuevas todas las cosas. Cuando somos capaces de superar el individualismo, realmente se puede desarrollar un estilo de vida alternativo y se hace posible un cambio importante en la sociedad.
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