
Tras la Solemnidad del Corpus Christi y antes de celebrar su Octava el próximo Domingo, consideramos en estos días algunos apuntes sobre la Eucaristía, que nos ayuden a acoger en nuestra vida este sacramento, con más fuerza e intensidad. Le fe vive de la Eucaristía, de modo que quien come la carne y bebe la sangre del Señor, tiene Vida, del mismo modo que ésta Vida falta a quien no se alimenta de este Pan (Cf. Jn 6). La ausencia de la Eucaristía es una verdadera carencia, nuclear en el corazón del hombre. Demos gracias al Señor por tan magnifico Don.
En el Corpus Christi, como en cada Eucaristía, el Señor viene a abrazarnos, recibiendo nuestra alabanza y gratitud por la fe que profesamos, máxime en una celebración marcada por la penosa epidemia que está dejando tan herida a nuestra sociedad. Él conoce nuestros dolores y penalidades, los esfuerzos por vivir la fe y la misión de la Iglesia de cada creyente y de cada comunidad, parroquia, cofradía o asociación. El Señor nos da su Cuerpo y su Sangre donde permanece con nosotros, porque se ha quedado para llenar nuestra vida de esperanza y alegría y espera que le acojamos en nuestro corazón.
“Tomad y comed, esto es mi cuerpo”, “esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos”, dice Jesús al instituir la eucaristía (Mc 14, 12ss). El hecho de que Jesús ofrezca su cuerpo y su sangre debe siempre hacernos recordar el don de su vida, su muerte en cruz. Este ofrecimiento es la gran novedad del culto cristiano. En la cruz, Él ha derramado su sangre; con su muerte ha fundado una nueva alianza, la comunión definitiva de Dios con los hombres. El Sacrificio del Calvario es anticipado en la Última Cena, misteriosamente, cuando Jesús, al compartir con los Doce el pan y el vino, los transforma en su Cuerpo y en su Sangre, que poco después ofrecería como Cordero inmolado. La Eucaristía es el memorial de la muerte y resurrección de Jesucristo, de su amor hasta el final por cada uno de nosotros, memorial que Él quiso encomendar a la Iglesia para que fuera celebrado a través de los siglos. Que Cristo, sacerdote de la nueva alianza, nos enseñe a ofrecernos con Él haciendo de nuestra vida una entrega permanente.
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