MI MENSAJE POR EL DÍA DEL SEMINARIO

El próximo 19 de marzo, solemnidad de San José, se celebra el Día del Seminario. Nuestros seminaristas visitan ya desde ahora las parroquias para anunciarlo, para mostrar a todos la belleza de la vocación y para pedir oraciones y ayuda para el seminario.
Este año la iglesia se acoge más que nunca al patrocinio de San José, en el Año Santo declarado por el Santo Padre, recordando que el sacerdote ha de ser reflejo suyo como padre y hermano: «Padre y hermano, como san José». Los sacerdotes, bajo el cuidado de san José y la mano providente de Dios, son enviados a cuidar la vida de cada persona con el corazón de un padre, sabiendo que, además, cada uno de ellos es su hermano.
Los seminaristas sienten como padre a San José y cada seminario, a semejanza del hogar de Nazaret, quiere ser ese lugar donde se cuide y haga crecer el don de Dios. El seminario es un lugar y un tiempo privilegiado para descubrir cómo Dios hace crecer su vocación con la ayuda de la iglesia, profundizando en una fuerte relación con Cristo, el Buen Pastor, modelo de los pastores. Desde esta experiencia profunda del cuidado que Dios ha tenido con ellos, podrán, el día de mañana, salir al mundo como sacerdotes, dispuestos a decir a todos: «No temas; basta que tengas fe» (Mc 5, 36). Su vida ha de ser una manifestación continua de la “caridad pastoral” del Señor que se compadece de los que están cansados y abatidos, como ovejas sin pastor, para buscar a cada uno y conducirles a la amistad con Dios. Jesús mismo ha confiado este cuidado a los sacerdotes. Eso supone salir al encuentro de los hermanos, hacerse prójimo de los demás, con cercanía y disponibilidad, para servir a todos y custodiar su vida, camino del cielo. Supone también un corazón de padre para acoger a los demás sin exclusiones, con amor preferencial a los débiles y necesitados. El sacerdote sirve a Dios como instrumento que refleja el amor misericordioso y las entrañas de un Padre que busca que sus hijos se encuentren siempre resguardados y protegidos. Por eso anuncia la salvación de Dios, predica su Palabra, inicia en la fe y ayuda a perseverar en ella, muestra el camino del bien, distribuye la gracia de Dios en los sacramentos, consuela los corazones afligidos, crea comunidad con vínculos fraternos que sacan del aislamiento y el abatimiento. El sacerdote, con su servicio y protección, muestra a la humanidad que Cristo sigue protegiéndola y custodiándola en todo momento, especialmente cuando más lo necesita, como en este momento de pandemia. Cuida de la fragilidad de cada hombre, de cada mujer, de cada niño y de cada anciano, con esa actitud solidaria y atenta, la actitud de proximidad del buen samaritano (cf. Fratelli tutti, 79). ¡Qué preciosa la vocación sacerdotal y qué necesaria para el mundo!
Oremos mucho por las vocaciones sacerdotales “al Señor de la mies, para que envíe obreros a su mies”, para que su llamada suscite muchas y santas respuestas y sean numerosos los que entreguen su vida en el sacerdocio para bien de la Iglesia y del mundo. Que derrame también su abundante gracia sobre todos aquellos que han dicho “si” a la llamada de Dios a seguirle en este ministerio para beneficio de todos, y que los seminaristas que ya han comenzado su formación perseveren para cumplir siempre la voluntad de Dios. También las familias deben imitar a San José, que fue custodio de los planes de Dios en su casa, para llegar a ser verdaderas iglesias domésticas en las que se favorezca una respuesta positiva de los hijos a la llamada de Dios a dejarlo todo y seguirle.
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