
Estamos acostumbrados a hacer disquisiciones más o menos abstractas sobre la esencia de Dios y sus atributos. Jesús nos muestra quién es Dios: Padre Misericordioso. Su esencia parece captarla con acierto incomparable la conocida por todos Parábola del Hijo Pródigo (Cf. Lc 15, 11-32). Definitivamente nos ha mostrado el corazón de Dios en su sacrificio en la Cruz: nos busca a cada uno con amor extremo. Nos situamos por tanto en un entorno de relación, distinto a toda abstracción. No podemos comprender nada Dios, ni de la Iglesia, si no entramos en una relación, en la cual nos encontramos inmediatamente con una familia, la comunidad de los hijos de Dios.
A la inversa podríamos decir que sólo en esa relación familiar podemos descubrir a Dios, que tiene un amor de Padre. Como hijos y hermanos podemos comprender, gustar y amar vivencias que no nos cuentan los libros. Dios Padre vive y establece una relación de familia con sus hijos, hace su hogar. Nosotros vivimos y conocemos de esa experiencia de amor en la medida en que experimentamos nuestra pertenencia a Su familia. Sólo aquí, Él nos va expresando poco a poco la medida y la grandeza de Su amor. Es en la comunión diaria con Dios, en el «juntos» de su Iglesia, donde los hijos tienen que crecer, madurar y superarse. Encontramos, por tanto, una relación que exige la libertad, poner en juego nuestra respuesta. Es la tarea que nos explicita San Pablo de vivir reconciliados, y ser servidores de la reconciliación del hombre con Dios (2 Co 5, 17-21), y del hombre con el hombre.
Dios no nos ha dado su amor para que construyamos una vida más cómoda y placentera, sino para hacernos crecer, vivir y gozar, con esa felicidad que se descubre al amar: en amar más que en ser amados, en amar de forma transitiva, en amar entregándonos como ha hecho Cristo, revelándonos así el camino de la verdadera reconciliación. Seamos reconciliadores, como Dios. Mostremos a este mundo dividido que Dios se ha hecho presente y que en su Iglesia encontramos una comunidad de hermanos que viven la filiación divina y la fraternidad, por haber aprendido que Dios es Padre y que nos espera para amarnos y hacernos eternamente felices con su amor en el cielo. Sólo en la gracia de Dios: la oración, la eucaristía, el sacramento del perdón, encontramos la fuente para nuestra tarea.
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