En medio de las extrañas circunstancias que vivimos como consecuencia de la pandemia, los discípulos de Jesús hemos de ofrecer nuestra conversión, mirando primero a nuestro corazón y al de nuestras comunidades cristianas. Si queremos vivir unidos a Cristo y obtener los frutos de vida eterna hemos de volver siempre a los fundamentos de la fe. Recordemos que con el testimonio de los apóstoles nacieron las primeras comunidades cristianas, que rápidamente se fueron extendiendo por todo el Imperio Romano. Su forma de vivir y de amarse atrajeron a muchos y las distintas persecuciones que sufrieron no pudieron evitarlo. Los textos cristianos de los primeros siglos muestran que las personas que se integraban en las primeras comunidades de seguidores de Jesús lo hacían atraídas por el estilo de vida y las prácticas de quienes las formaban.

El escrito cristiano sirio de la Didajé, de finales del siglo I, y la Carta de Bernabé, o los textos de Justino Mártir, denunciaban malos tratos y los desórdenes sexuales como vicios incompatibles con el estilo de vida cristiano. Frente a ello los seguidores de Jesús extendieron las prácticas de adopción desinteresadas, por piedad y compasión; fueron en eso verdaderamente contraculturales. También lo fueron los cristianos en aceptar y acoger de manera universal en sus comunidades a extranjeros, a personas de diferentes pueblos, frente a las prácticas de las religiones étnicas de aquel tiempo. El cristianismo hizo así una aportación peculiar y nueva al dirigirse también a los esclavos. Sabemos que a los esclavos no se les reconocía el derecho sobre su cuerpo, ni a la libre movilidad, ni siquiera a su nombre que les era dado por el amo. No tenían derecho a formar una familia. Los cristianos a los esclavos, como seres morales, les inculcaban una conciencia de dignidad, y se les trataba como personas queridas por Dios y con un lugar en la comunidad de bautizados, ejerciendo incluso cierto liderazgo.

Siempre elegimos nuestra forma de vivir, aunque sea contracorriente. El estilo de vida se elige y se adopta de forma consciente. El estilo de vida puede ser más o menos crítico y alternativo respecto al modo de vida impuesto por la sociedad a la que se pertenece. La meta de aquellos que abrazaban la fe era los modos de mirar y valorar la realidad según el estilo de vida de la familia de los hijos de Dios hasta que se convirtieran en hábitos espontáneos, reflejos. Al final del recorrido, antes de su bautismo e incorporación plena a la comunidad, las personas eran examinadas, pero no de sus creencias, sino de sus prácticas. Las comunidades organizaron la atención a viudas y huérfanos: hacían contribuciones voluntarias en dinero, les acogían en sus casas, les apadrinaban y posibilitaban un futuro. La organización de la comunidad llevó a fundar pronto los primeros orfanatos (siglo IV).

De este modo generaron hábitos nuevos y, poco a poco, una sensibilidad moral nueva que fueron cuestionando prácticas normalizadas en el modo de vida de la cultura dominante. Hubo dos prácticas generalizadas que fueron la marca de la vida cristiana: la limosna y el compartir los bienes, una práctica determinante en el estilo de vida cristiano, porque expresaba un tipo de relaciones sociales guiado por la solidaridad y la generosidad.

La fuente es la gracia, la unión de amor que nos une a nuestro Señor Jesucristo, que es infinitamente más fuerte y poderosa que la cadena más gruesa e irrompible del universo. ¡Tan fuertes son las cadenas del amor! Pero todo ha sido por mérito y benevolencia de Cristo hacia nosotros. Oremos, pues, para que esta unión nunca llegue a romperse por culpa nuestra, por negligencia, por ingratitud, por soberbia o por los caprichos de nuestro egoísmo y sensualidad. En esto consiste el pecado: en rechazar la amistad de Dios y la unión con Cristo a la que hemos sido llamados por amor, por vocación, desde toda la eternidad, desde el día de nuestra creación y del propio bautismo. Convertirnos es estar cada vez más unidos a Él, para impregnar este mundo con Su sal y Su luz.

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