
La Palabra de Dios, Cristo presente en la Sagrada Escritura, no es un modo más de relacionarnos con Él. El trato diario con la Escritura, en la fe de la Iglesia, nos asegura el encuentro transformador con Jesús vivo. Efectivamente, no seguimos a un muerto, ni vivimos de ideologías trasnochadas. Tampoco de un conocimiento teórico más o menos ordenado sobre Dios y la religión, o de la renta de lo vivido. Ni siquiera somos una de las llamadas «religiones del libro», al menos en el sentido de que la Biblia sea un libro anticuado con más o menos simbología, o más o menos enseñanzas buenas para la humanidad. Somos discípulos del Señor, vivo entre nosotros, que quiere y puede llenarnos el corazón, y busca encontrarse con todos.
Cuántas veces hablamos del humanismo cristiano, de los valores cristianos: pero ¿amamos a Cristo?, ¿seguimos a Cristo vivo?, ¿hablamos con Cristo en su Palabra?, ¿nos anima Cristo a vivir la fe cada día? La vida cristiana es la que encuentra el respaldo, el afecto y el soporte de Alguien que no es un motivo cualquiera para vivir, sino Dios, presente en nuestra vida y nuestra historia, que nos está animando a contagiar a los demás aquello que vivimos profundamente. No es un modelo entre otros del que aprender. Jesús es el Dios-con-nosotros, en este momento preciso de la historia de cada uno, de la Iglesia y del mundo.
En sencillo comprobarlo: el trato orante con Jesús en la Escritura sana nuestro corazón, nos abre a amar más, nos va perfeccionando en la caridad, nos hace perdonar, nos da la alegría de sabernos acompañados en nuestra existencia, nos hace, en la vida de la Iglesia y junto a los sacramentos, degustar la plenitud de estar con el Señor y querer lo mismo para todos los hombres. Oremos siempre con el Evangelio de cada día, conozcamos la Escritura. Veremos que no seremos nosotros, sino el mismo Cristo el que vivirá en nosotros. (Cf. Gál 2, 20).
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