
Antes de morir, en la Última Cena, el Señor Jesús instituyó la Eucaristía, un tesoro inagotable. En aquella primera misa Jesús ofreció a Dios Padre su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino y los entregó a los apóstoles, mandándoles que ellos y sus sucesores en el sacerdocio también lo ofreciesen.
Así lo contemplamos en el Evangelio de estos días que vienen, y sintetizan el llamado «Discurso del Pan de Vida», en el Evangelio de San Juan. “Yo vivo por el Padre –dijo el Señor— y el que me coma vivirá por mi” (Jn 6,58). Este discurso comienza con la escena de la multiplicación de los panes y los peces, que «prefiguran la sobreabundancia de este único pan de Su eucaristía» (Catecismo de la Iglesia, n. 1335). El Señor en la Última Cena inaugura una multiplicación de los panes que llega hasta nosotros hoy y a lo largo de la historia para dar la vida al mundo. Por ello Jesús, que nos sirve hasta llegar a hacerse comida, nuestro alimento cotidiano, nos enseñó a pedir: “danos hoy nuestro pan de cada día”
Él no nos ha dejado solos. Ha querido permanecer realmente en las especies consagradas del pan y el vino y hacernos partícipes cada día de su vida resucitada, la vida eterna que realmente llena el corazón ya en la tierra, y en plenitud cuando nos encontremos con Él al final. Nada hay en este mundo que sacie nuestro corazón de manera mínimamente comparable: “Yo soy el Pan de Vida, el que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed.” (Jn 6, 35); ¡sólo Jesús!, que se nos entrega verdaderamente, es el alimento que no perece: «Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida» (6, 51).
La celebración de la Eucaristía cada ocho días, cada “primer día” de la semana, no es un invento de la iglesia, es “una tradición apostólica que trae su origen del día mismo de la Resurrección de Cristo”, algo profundamente enraizado en el corazón de nuestra fe: Cristo Resucitado. Los apóstoles estuvieron con Él, les mostró sus manos y costado, les explicó las Escrituras, les hizo donación de su Espíritu, partió el pan y los envía. Por todo ello “en este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recuerden la Pasión, la Resurrección y la Gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios” (SC 103). Así ha sido en los muchos siglos de la historia de la iglesia.
La comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo hace realidad en nosotros el don de la Caridad, por la fuerza de Su muerte y resurrección en nosotros, quedando verdaderamente transformados. Se nos ha dado en la eucaristía, su Cuerpo vivo, entregado, para que nosotros también le demos nuestro cuerpo, y su sacrificio traspase los límites de la Iglesia, y para estar presente en las diversas formas de servicio al hombre y al mundo.
En este momento de confinamiento, vivamos con amor la eucaristía a través de la comunión espiritual, en el anhelo de pronto volver a participar en nuestras parroquias del mayor regalo que el Señor nos ha hecho. Que en este extraño tiempo en que no podemos comulgar se acreciente en nosotros el deseo de recibir siempre al Señor, el propósito de buscarle siempre en la Eucaristía sin despreciar nunca este sustento. Que la tristeza de no comulgar hoy se una al dolor de haberlo despreciado cuando si estaba a nuestro alcance. La Eucaristía es nuestro mayor tesoro, el mejor de los regalos que Jesús nos entregó para quedarse para siempre con nosotros, para unirse a nosotros en la comunión y que viniésemos a ser con Él una misma cosa. Jesús nunca nos deja solos, nos alimenta y fortalece. Lo llamamos sacramento de amor ¿qué mas nos podría dar el “amor de los amores” que su vida en nosotros para vivir, amar, luchar, sufrir, darnos?