
Este largo Tiempo Pascual nos ofrece el clima necesario para saborear con gozo las consecuencias de la resurrección del Señor y su presencia oculta en nuestra vida.
Al final del diálogo de Jesús con Nicodemo inaugurado en el Evangelio de hoy, algo más adelante, contemplamos una de las frases más bellas y consoladoras de la Biblia: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). Lo que dice Jesús a Nicodemo recoge el sentido último de la revelación cristiana: Dios es amor. En Jesús encontramos la encarnación de este amor llevado al extremo, un amor sin límites: da su vida en rescate por todos y nos salva. Y este amor se hace permanente por la presencia del Resucitado, fuente inagotable de amor y vida nueva en el Espíritu. El cristiano ha de actualizar su Bautismo cada día, creciendo en fe, esperanza y caridad, con tal de experimentar este gran amor en la intimidad diaria con Dios. Y este amor extremo, que hace renacer al gozo pascual, se hace accesible a todos, a través de la Iglesia. Es la Buena Nueva que concentra nuestra gran misión, lo que debemos predicar a tiempo y a destiempo para que todos conozcan a Dios, pues, si lo acogemos, nos hace felices para siempre.
Dios, en el Antiguo Testamento, nos habla de este amor de muchas formas: como amor paterno, o materno, o como amor esponsal «fuerte como la muerte», cuyas llamas «son flechas de fuego» (Cantar de los Cantares 8, 6). Jesús llevó a cumplimiento todas estas formas de amor pero añadió otra más: el amor de amistad. Decía a sus discípulos: «No os llamo ya siervos… a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15).
¿Qué debemos hacer cuando lo conocemos? Algo sencillísimo: creer en el amor de Dios, acogerlo y repetir conmovidos con San Juan: «¡Nosotros hemos creído en el amor que Dios nos tiene!» (1 Jn 4, 16).
La gran revelación de Cristo es que Dios es misericordia, que su amor es más grande que nuestro pecado y nos ama obstinadamente. Esta gran verdad nos lleva inmediatamente a mirar nuestro corazón y nuestro pecado, que, siendo nuestra mayor pobreza, es tan valioso para Dios, pues ha sido capaz de darlo todo por salvarnos, hasta entregar a su propio Hijo. Dice el apóstol: “Estando nosotros muertos por los pecados nos ha hecho revivir con Cristo”. En efecto, su designio de amor forma parte del dramatismo de la existencia, pero entra en ella y lo transforma todo. «Feliz culpa«, cantábamos en el Exúltet de la noche de Pascua, «que mereció tal Redentor«. ¡Qué gran amor a Cristo manifiestan estas palabras!: «un grito basado en el convencimiento de que el poder de Dios es tal que puede sacar bien de todo; puede «sacar bien del mismo mal», como decía san Agustín» (R. Cantalamessa, El corazón teológico del Exúltet)
Así se ha portado Dios con nosotros: “nos ha hecho revivir con Cristo” –dice San Pablo— (cf. Ef 2, 4-10). Pero este regalo de Dios exige lógicamente que lo demos todo, que “nos dediquemos a las buenas obras”, que nos dediquemos a Él, que seamos santos, entregados, generosos. Y nos da para ello la fuerza del resucitado. Vemos que “nos ha sentado en el Cielo con él”, para que podamos reconocer mejor a los crucificados del mundo y a cuantos sufren a nuestro alrededor. Así es como nos transforma Cristo con su gracia para ofrecer al mundo un futuro de justicia, viviendo la caridad que cambia la sociedad, atendiendo a cada uno y compadeciéndose con Él.
Si escuchamos hoy en la intimidad las confidencias del Señor, como hizo Nicodemo, nos peguntaremos: ¿cómo responder a este amor radical del Señor? En primer lugar, aceptándolo con humildad para recibir este don de Dios (cf. Placuit Deo, 9). Después de confesar nuestros pecados para recibir la gracia de Cristo, aprendamos a corresponderle de modo que todo en nosotros manifieste la misericordia de Dios, que nos viene de la comunión con Jesús (cf. Placuit Deo 12) y que en las cosas grandes o pequeñas se manifieste su amor y su luz. “Pon amor donde no hay amor y sacarás amor”, nos dirá San Juan de la Cruz. Vivamos ejemplarmente el amor fraterno y el perdón entre nosotros y aprendamos a cuidar de la humanidad sufriente a través de obras de misericordia (cf. Placuit Deo, 13).
Dios mismo, que “tanto amó al mundo”, nos quiere enviar ahora a él (Mc 16,15) para ser “luz del mundo” (Mt 5,14) y consuelo de los que sufren. Dejémonos transformar por su presencia resucitada en esta Pascua. Entremos en confidencia con Él cada día.
TE INTERESA
Evangelio de hoy desde la Tradición de la Iglesia.
Divina Misericordia: fuerza que todo lo vence, principio de un mundo nuevo