
Seguimos celebrando la Pascua: El Señor ha triunfado sobre la muerte y nos da la vida de Dios que nunca pasa, porque Él vive para siempre y nosotros con Él. El II Domingo de Pascua celebramos el Domingo de la Misericordia, instituido por San Juan Pablo II. Su vida espiritual y su Magisterio estuvieron marcados por la devoción a la Divina Misericordia. Significativamente, él mismo dejó esta vida para gozar de Dios celebrando esta Fiesta. No deja de ser una oportunidad para ponernos bajo su intercesión y protección. Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre y “la misericordia es el núcleo central de mensaje evangélico” (cf. Benedicto XVI, citado por Francisco). La misericordia es “la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia” (Papa Francisco).
La imagen de la Divina Misericordia –símbolo de la caridad, del perdón y del amor de Dios, conocida como la «Fuente de la Misericordia»— representa a Jesús en el momento en que se aparece a los discípulos en el Cenáculo, el octavo día después de la Resurrección, cuando les da el poder de perdonar o retener los pecados (Cf. Jn 20,19-31). “Jesús les dijo otra vez: La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Jesús capacitó a los apóstoles y sus sucesores con el Espíritu Santo para perdonar o retener los pecados, les facultó con el Espíritu de Dios para hacerlo, y su perdón es eficaz: realmente elimina el pecado, no es solo un símbolo de perdón.
Es el momento de contemplar el amor de Dios, fuente de alegría, de serenidad y de paz. Decía el Papa Francisco en el Jubileo de la Misericordia que “hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados a tener la mirada fija en la misericordia para poder ser también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre.” (Misericordiae Vultus, n. 3). Sin ella es imposible pedir perdón, aceptar la corrección, escuchar el consejo, introducir la reforma de la propia vida, e incluso, abrirse seriamente a la gracia de Dios.
Sin duda estamos viviendo un tiempo necesitado de misericordia. La necesitan los moribundos y los enfermos, los sanitarios y los servidores públicos, los padres y madres de familia, los ancianos solos o acompañados, los sacerdotes entregados, los confinados en sus casas y los que no tienen hogar. La necesitamos todos. Dejémonos, pues, iluminar por la luz de Dios, compasivo y misericordioso, que nos ha amado y llamado por amor para enviarnos a ser testigos de su amor, misioneros de la esperanza, para vivir la fe y que se haga más fuerte y eficaz el testimonio de los creyentes. Dios compasivo es amigo de los hombres y nos quiere compasivos como Él. “El primer deber de la Iglesia es proclamar la misericordia de Dios, llamar a la conversión y conducir a todos los hombres a la salvación del Señor” (cf. palabras del Papa Francisco al concluir el Sínodo de la Familia). “La Iglesia –por tanto- tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo se sienta acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del evangelio.” (Evangelii Gaudium, 114).
El Evangelio no es un camino teórico, ni una ideología más en medio de las ideologías, ni una escuela privada para unos pocos. Tampoco puede quedarse en la esfera privada de los sentimientos y de la subjetividad. La Buena Nueva es una persona, Jesucristo, y en el encuentro personal con Él, de corazón a corazón, de persona a persona, de verdadera comunión real, es donde está la verdad que nos hace libres, la vida en plenitud del hombre, la humanidad nueva que es preciso que nazca y crezca, la salvación total y definitiva, de la que somos indigentes.
Debemos preguntarnos, por consiguiente, cómo vivir la misericordia entre nosotros, cada uno en su casa con sus familiares, amigos y vecinos. La misericordia se muestra como la fuerza que todo lo vence, que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón. Las obras de misericordia nos marcan un camino. Con el amor misericordioso de Dios aumentará nuestra fe y se avivará la esperanza en Dios que hace posible -por su amor apasionado y su apuesta por el hombre-, un mundo verdaderamente nuevo. A partir de Él seremos capaces de mostrar el valor del Evangelio.
Vivamos la caridad en toda su extensión y sus múltiples expresiones y realizaciones, vibrando ante las pobrezas que nos rodean en estos días de confinamiento, y cultivemos una creciente entrega a Dios y al prójimo. El camino de las obras de misericordia corporales y espirituales nos muestra que es posible realizarlo, y que la Iglesia es experta en misericordia.
Desde el corazón de Dios, fuente inagotable de la misericordia, broten ríos de caridad para ofrecer al mundo el testimonio veraz del amor, que es el centro de la Revelación de Jesucristo. Aprovechemos este tiempo propicio para que se haga más fuerte y eficaz entre nosotros la experiencia del amor de Dios y el testimonio de los creyentes.
Comunicaciones del Obispo en Pascua
Y cuanto más grande es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a Mi Misericordia