MI ALOCUCIÓN EN COPE POR EL DOMINGO DE RAMOS. Aunque en la adversidad volvemos rápidamente a Dios pidiendo clemencia, alguno se preguntará si tiene sentido centrarse en vivir la Semana Santa cuando estamos invadidos de sufrimiento y muerte en la tremenda crisis que padecemos. Recuerdo en este sentido unos versos donde el escritor francés autor del El Principito, Antoine de Saint-Exupéry,  hace una gran sugerencia. Dice: a los hombres de hoy “nada les falta / excepto el nudo de oro / que mantiene juntas todas las cosas. / Y, así, falta todo”. Creo sinceramente que ese “nudo de oro” que sostiene y da sentido a todo es el amor de Dios que nos ha entregado a su Hijo Jesucristo para restablecer la comunión con el Padre, abriendo nuestra vida a la eternidad. Hay un horizonte superior donde descubrimos que todo tiene sentido,  hasta el grito del que sufre cuando se queja a Dios: “Señor, apiádate de mi, que soy débil, dame fuerza, pues estoy abatido; estoy cansado de llorar, cada noche lleno mi cama de lágrimas” (Sal 6).

“Dios no ha venido —escribía Paul Claudel— para explicar el sufrimiento, sino para llenarlo de su presencia”. En Cristo, Dios se ha inclinado sobre el dolor humano y sobre el mal: Jesús, que pasó por el mundo haciendo el bien (cf. Hch 10,38) asumió el límite humano, en este gran “escándalo” que es la Cruz (1Cor 1,23), haciendo suyo todo el dolor y la mortalidad, el abandono, la angustia, la traición y la trágica crucifixión, hasta convertirse en un cadáver manipulable y destinado a la tumba. Pero en todo momento estaba presente, aunque oculto, el Hijo de Dios, la divinidad. Solidario con nosotros ha inyectado en nuestra vida la semilla de la resurrección, un principio de redención. Dios, desde ahora, no nos protege del sufrimiento, sino que nos sostiene y libera en todo sufrimiento.

Acompañando al Señor en su Pasión apreciamos enseguida que nunca hemos de dejar de esperar, puesto que muestra una misericordia que es más grande que nuestra miseria. Dice el salmo: “Si recuerdas los pecados ¿quién podrá resistir?” (Sal 50). Sin embargo, su amor conmovedor nos hace volver a él, rectificando nuestra ruta para recuperar la vida, como el hijo pródigo, que “estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado” (Lc 15, 32).  El nos perdona los pecados y hace de nosotros hombres nuevos, y, por su muerte y resurrección,  capaces de ofrecer nuestra existencia en el altar de la vida.

Acompañando al Señor en su Pasión —desde el Domingo de Ramos hasta el día de Resurrección—,  comprenderemos mejor su misión, y también la nuestra, nos dejaremos amar por el y nos enriquecerá su gracia y su perdón. La liturgia —que seguiremos por los medios de comunicación— nos proporciona tensión hacia la plenitud, nos trasciende e ilumina, porque nos une a Cristo del que mana un rio de luz que alienta y alimenta la fe. Entremos en este memorial, una historia, la muerte y resurrección del Señor, que no solo se recuerda, sino que se hace misteriosamente presente. Su horizonte sobrepasa el tiempo presente llevándonos a su intimidad y colmándonos ahora de sentido y valor. 

El Domingo de Ramos comienza con una procesión en la que nos unimos a los niños hebreos que aclaman a Jesús: “¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”. Jesús sabe que es aclamado para entrar en la celebración de una Pascua judía en la que él mismo ocupará el lugar de los corderos inmolados, ofreciéndose a si mismo en la Cruz. Sabe que se entregará para siempre a los suyos y les abrirá la puerta hacia una liberación definitiva, hacia la comunión con el Dios vivo. Jesús nos invita a acompañarle para llegar, de este modo, a la altura de Dios. Ahora bien, no como el hombre autosuficiente que compite con Dios para arrebatarle su poder, si pudiera, sino como el que es atraído por la fuerza de la gravedad del amor de Dios  —escapando de la gravedad del mal que tira de nosotros hacia el pecado—, para hacernos auténticos, para adquirir la verdadera libertad. Pero ¿seremos capaces? Solamente si somos humildes, si superamos nuestra soberbia y abandonamos querer ser como Dios, si nos dejamos tocar por su amor, si pedimos la humildad de Dios que es la forma suprema de su amor.

Elevemos una oración como la de aquel autor antiguo: “Señor Jesucristo, compañero y ayuda del enfermo, esperanza y confianza del pobre, refugio y reposo del cansado, asilo y puerto de cuantos recorren las regiones de las tinieblas, tu eres el médico que cura gratuitamente. Tú fuiste crucificado por todos los hombres y por ti nadie ha sido crucificado. En la tierra de la enfermedad, se tú el médico; en la tierra del cansancio, se tú el que da fuerza. Oh médico de nuestros cuerpos, da vida a nuestras almas, haznos tu morada y que habite en nosotros el Espíritu Santo” (Hechos de Tomás, 156).

Acompañemos a Jesucristo que, siendo Dios, se abajó hasta nosotros para tomarnos de la mano y llevarnos hacia lo alto. La victoria que cantan las palmas y los ramos que le aclaman, anuncian ya nuestra resurrección. 

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