
Última semana de Cuaresma antes de la Semana Santa, cuando celebramos el misterio central de nuestra fe: la muerte y resurrección de Cristo. Sigue en pie una llamada fuerte a la conversión, a orientar nuestra vida a la luz de Dios. No te gloríes de ti mismo, pues tus talentos los recibiste para servir. No te consideres dueño de nada: eres sólo un humilde administrador. Aprecia el valor de las cosas sencillas y humildes. Cristo es la verdadera y única medicina de inmortalidad y eternidad. Sólo El nos puede liberar de la destrucción, de la corrupción y de la muerte; sólo El nos lleva a la Resurrección.
Como recordaba en mi reciente Carta Pastoral ante la Semana Santa: «Han quedado patentes nuestros límites, nuestra fragilidad, que somos caducos y débiles» (…) Pero la Buena Nueva de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte siempre brilla y nos renueva, su presencia redentora quiere hacer nuevas todas las cosas: nuestro ser, nuestra mirada, nuestras relaciones. «El sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo» (San Juan Pablo II, Salvifici Doloris, 30). Crezcamos más y más en obras de amor, como nos dice continuamente el Papa Francisco. En la Homilía que pronunció dentro de la oración por el fin de la pandemia, refiriéndose a ésta, nos exhorta: «El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita.»
Estemos atentos. No perdamos el ritmo y preparémonos intensamente para vivir la celebración de la muerte y resurrección del Señor.
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