
Celebramos este fin de semana el Domingo de la Palabra de Dios, instituido por el Papa Francisco. Parece evidente que todos los domingos la Iglesia, en la liturgia dominical, realza la Palabra de Dios: «La Iglesia ha venerado siempre la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo pues, sobre todo en la sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y el Cuerpo de Cristo.» (Concilio Vaticano II, Constitución Apostólica Dei Verbum, 21). Precisamente por ello se hace fundamental al menos «un domingo completamente dedicado a la Palabra de Dios para comprender la riqueza inagotable que proviene de ese diálogo inagotable que proviene de Dios con su pueblo.» (Carta apostólica Misericordia et misera, 7. Que crezca así en el pueblo de Dios la familiaridad religiosa y asidua con la Sagrada Escritura.
Es la Palabra de Dios la que hemos de hacer nuestra, con un trato cotidiano, cada vez más familiar, en intimidad con Jesús, para anunciarla al mundo, pues sin ella no podemos vivir. Pero sobre todo se nos ofrece en la Liturgia, en el servicio del altar y en la Eucaristía. Ella nos habla de Cristo, del misterio de esta muerte y resurrección en la que muriendo con Cristo resucitamos con Él y recibimos aquí la transformación de nuestra existencia y del mundo. El cristiano sirve con pasión a Cristo haciendo de su Palabra su mente, su propio criterio.
Nuestra trayectoria en la vida ha de ser escucharle hasta empaparnos de sus sentimientos para vivir con Él, sufrir con Él, resucitar con Él y dar la vida con Él. “Este es mi Hijo, el amado, escuchadle”. No podemos vivir sin escuchar la Palabra de Dios, sin hacerla nuestra y rumiarla, sin que cambie nuestra realidad. En la Palabra de Dios es el mismo Cristo el que, iluminando nuestra mente y nuestras obras, nos va transformando en hombres nuevos para que el mundo sea un mundo nuevo. Del mismo modo, sin la Palabra de Dios no entendemos nada, ni vivimos a Cristo, pues nadie ama lo que no conoce: «los acontecimientos de la misión de Jesús y de su Iglesia en el mundo permanecen indescifrables.» (Carta Apostólica Aperuit Illis, 1). Sólo a través de una relación íntima con Cristo en su Palabra, en la que su persona y misterio acontecen, podrá llegar la luz de Dios al mundo, a través de la belleza de la vida cristiana.