
¡Seguimos en Navidad! En efecto, hemos regresado ya a nuestras rutinas y trabajos, y aún resuena en nosotros la Fiesta, los buenos ratos en el calor del hogar, la familia, los amigos, pero sobre todo el gran acontecimiento salvador de la historia y de la humanidad: Dios ha venido en persona a salvarnos, a darnos vida en plenitud. De hecho, con la solemnidad del Bautismo del Señor que recordamos este domingo, la Iglesia prolonga la Navidad una semana más. En continuación con la Epifanía, los Reyes Magos, nos encontramos aquí de nuevo con otra Epifanía, el Bautismo de Jesús en el Jordán.
El Señor, al recibir de Juan el Bautista el bautismo, aquel signo de conversión, se manifiesta como Hijo de Dios Padre, en el Amor del Espíritu Santo. Esta epifanía –o manifestación de Dios— nos indica la vida nueva que recibimos los cristianos al bautizarnos en Cristo, para vivir en esta comunión insospechada de amor y acción con la Trinidad. Dios actúa en la historia. “Tú eres mi hijo predilecto”. Es nueva la realidad del hombre que ha recibido el bautismo, “un baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Señor”. Solamente comprendiendo esta situación seremos capaces de valorar la grandeza y dignidad de la vida cristiana, una experiencia maravillosa en la que debemos consentir. Si Dios ha intervenido en el pasado con una irrupción de vida y esperanza nuevas, Dios interviene en el presente e intervendrá en el futuro, porque el nombre más propio de Dios es la fidelidad.
La novedad que Dios infunde en el corazón de los hombres incide y repercute en la historia, pero en sí es invisible, interior, netamente espiritual, aunque trasmuta también la realidad histórica. Nuestra fe, que también en nuestro tiempo se ve puesta a prueba, no es una pieza de museo. Antes bien requiere estar arraigados en el pasado, poner toda la creatividad posible en el presente y la confianza y esperanza en el futuro. Supone un encuentro con el Señor que llama a la conversión para descubrir lo mejor de nosotros mismos, abiertos a su Amor. Vivir como discípulos nos hace vivir en la familia de los hijos de Dios, amparados por la gracia, alimentados con su Palabra y la Eucaristía. En la pedagogía del don aprendemos a entregarnos y, unidos al Señor, participamos en su misión.