
Los santos, en silencio, se han postrado ante el Misterio para adorar al Niño, que es Dios, y contemplar a su entrañable Madre, la milagrosamente Virgen y Madre, la llena de gracia ante Dios, la abandonada en manos del Espíritu, de quien recibió todos sus dones y frutos en máximo grado. Cuando Dios se encarna en María ella teje en sus carnes mortales a Jesús con el hilo de oro que es la naturaleza divina de Jesús, el Hijo de Dios. Desde entonces el Enmanuel renueva las cosas, y camina con nosotros. Es inseparable hasta el día de hoy el amor al Dios trascendente de esta carne amada y desposada con El.
Santa María, Madre de Dios, supera en dignidad a toda criatura, pues, por ser verdaderamente Madre del Verbo Encarnado, es la más cercana a la Santísima Trinidad, la llena de gracia: «Madre del Hijo, hija del Padre, Esposa del Espíritu Santo.» Junto a ella, como sus hijos queridos, se esclarece con sencillez el misterio de Cristo y de su Iglesia. Estar unidos a María es camino seguro para acercarnos al Misterio del Amor de Dios y crecer en gracia y plenitud. Por eso empezamos el año invocando su nombre: María, Madre de Dios y Madre nuestra, ruega por nosotros.