Celebramos hoy a Santa Teresa de Jesús que fue la fundadora de las carmelitas descalzas, doctora de la Iglesia, la primera mujer que recibió este alto honor. Es una de las grandes maestras de la vida espiritual. Apóstol incansable, escritora, poeta, mística excepcional. Resulta imposible precisar el número de personas que la han elegido y continúan tomándola como modelo, porque son multitud. Pensemos en órdenes religiosas, asociaciones de fieles, obras de vida espiritual y misionera, de enseñanza, etc. Los santos del Carmelo han marcado nuestra cultura y la vida eclesial. Este mismo mes hemos celebrado a Sta. Teresa de Lisieux, patrona de las misiones.

El patrimonio de los santos es alimento y aliento de vida cristiana siempre. Es la tierra fecunda de la historia de la Iglesia donde siguen germinando y creciendo santos en cada momento, superando el acoso mundano de cada época. Hoy los cristianos vivimos como desposeídos de nuestro rico patrimonio y su proyecto de vida, acosados por la indiferencia externa y mucha mediocridad interior. Nos abruma y deprime la falta de fe, el relativismo, el vacío interior y la adulteración de la vida. Hoy vivimos un desencanto espiritual que se superaría tan sólo con adentrarnos en la biografía de los creyentes insignes, que nos conmueven con su amor en el seguimiento de Cristo.

Conocemos mucho de Santa Teresa por lo contado por ella misma. Se ha dicho que su obra es “teología narrativa”, donde conocemos a Dios por la vida de los hechos de su vida. Diríamos que vive en conversación con Dios, con su lenguaje fresco y directo. El Dios de Teresa, el que “tanto me esperó” –como ella misma dice–, nos espera a nosotros para que experimentemos su seducción.

Era su amor a Cristo vehemente, sin fisuras, alimentado a través de una oración continua: «La oración no consiste en pensar mucho, sino en amar mucho». Comenzó a experimentar la vida de perfección como ascenso de su alma a Dios, y a la par recibía la gracia de verse envuelta en místicas visiones que incendiaban su corazón, aunque hubo grandes periodos templados por una intensa aridez. Susurros de su pasión impregnaban sus jornadas de oración: «Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero…». Demandaba fervientemente la cruz cotidiana: «Cruz, descanso sabroso de mi vida, Vos seáis la bienvenida […]. En la cruz está la vida, y el consuelo, y ella sola es el camino para el cielo…».

Encomendémonos a Santa Teresa y a su querido San José para que Dios siga mostrándonos la fuerza de su atracción. Que la santa andariega siga siendo una bendición. No podemos seguir igual. Su intercesión, su ejemplo y palabra nos invitan a caminar en la misión de anunciar a Cristo. Pidamos por la familia del Carmelo: una escuela de la pedagogía de “andar en verdad”, un faro de perfección, de vida plena, del abrazo de unión del Dios amor que sale al encuentro del hombre.

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