
Estamos en Cuaresma y seguimos a Jesús. Eso quiere decir que nos toca ir al desierto, al de nuestro interior. La Cuaresma es brújula y despertador, ha dicho Francisco el miércoles de Ceniza. Hace una llamada a detenerse, a ir a lo esencial, a ayunar de aquello que es superfluo y nos distrae. Es un despertador para el alma. Nos trae un mensaje breve y apremiante: «Conviértete a mí». La Cuaresma es el tiempo para redescubrir la ruta de la vida porque, como en todo viaje, lo que realmente importa es no perder de vista la meta. El Señor es la meta de nuestra peregrinación en el mundo y la ruta se traza en relación a él. Sin embargo nuestras pasiones desordenadas nos ahogan en nosotros mismos y la cultura de la apariencia, hoy dominante, nos engaña y nos lleva a vivir para las cosas que pasan.
“Donde está tu tesoro, allí está tu corazón”, dice Jesús. En efecto, nuestro corazón es como una brújula en busca de orientación, e incluso como un imán, que necesita adherirse a algo. Si sólo se adhiere a las cosas terrenales se convierte antes o después en esclavo de ellas: las cosas que están a nuestro servicio acaban convirtiéndose en cosas a las que servir. La apariencia exterior, el dinero, la carrera, los pasatiempos se convertirán entonces en ídolos que nos utilizarán, si vivimos para ellos. Son sirenas que nos encantan y luego nos abandonan a la deriva. En cambio, si el corazón se adhiere a lo que no pasa —al Señor que tanto nos ama—, nos encontramos a nosotros mismos y seremos libres. La Cuaresma es así un tiempo de gracia para liberar el corazón de las vanidades, para recuperarnos de las adicciones que nos seducen, un tiempo para fijar la mirada en lo que permanece. Jesús en la cruz es la brújula de la vida que nos orienta al cielo.