Estos días reflexionamos sobre la Cuaresma, tiempo que Dios nos regala, a través de su Iglesia, para que la conversión como auténticos hijos de Dios se haga presente, no solo de manera simbólica, sino real, sacramental y efectiva. No perdamos el tiempo. Dejemos que los signos que nos acompañarán, vividos intensamente, nos hagan nacer a una nueva vida en la perspectiva del Misterio Pascual, de la Muerte y Resurrección de Jesús. Porque en cada gesto y manifestación eclesial y litúrgica se esconde el brazo poderoso de Dios que nos invita al amor, la penitencia y el arrepentimiento que nos hace grandes. La iglesia, para ello, nos recomienda siempre la oración, la limosna y el ayuno, pero lo más importante es, sin duda, “querer”. Así de simple: hay que querer vivir la cuaresma, o, por el contrario, pasará tan solo recordando que llegará la Semana Santa y la Pascua, pero sin habernos tocado el corazón.

La celebración de la Cuaresma, como sabemos, nos ofrece una ocasión preciosa para vivir la relación entre fe unida a la caridad, de modo que cambien nuestras relaciones con Dios, entre nosotros y con la creación entera. Cuando el sacerdote, al imponer la ceniza, nos dice “convertíos y creed en el Evangelio”, está haciendo por nosotros algo más de lo que en principio, parece. La ceniza misma nos trae al presente lo que será nuestro futuro: moriremos y seremos polvo; lo material, que tantas veces nos agobia y posee, dejará de ser importante, vital, para nosotros. Pero la confesión de fe que hacemos nos sitúa con sinceridad ante nosotros mismos, nos abre a Dios y también a los demás. Y la creación entera se reorienta a su fin y se beneficia. ¡Demos gracias a Dios!

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