
San Pablo en algunas circunstancias nos recuerda que nosotros, que éramos enemigos de Dios por nuestro pecado, hemos sido perdonados, reconciliados y hechos hombres nuevos (Cf. Rom 5, 10s). Si Dios, el que en justicia nos podía pasar factura de nuestro mal y de nuestro pecado nos perdona, ¿cómo nos permitimos nosotros no ser de la misma manera, actuar de la misma manera? Todos comprendemos que no es nada sencillo. Por eso, la vida cristiana exige conversión, esta palabra que escuchamos tantas veces y que posiblemente de tanto usarla ha quedado algo vacía o degradada.
Reconocemos evidentemente que somos pecadores y que tenemos que pedir perdón de nuestros pecados, más nuestra psicología se resiste, porque es pasional, reacciona como reacciona, según las pulsiones, las pasiones y según los intereses que tocan el corazón. La gran obra de Dios con nosotros, ese misterio de gracia inmerecida, es precisamente que puede ir cambiando nuestro interior, haciéndonos gustar lo que Él gusta, que nosotros conocemos bien por la predicación y la vida de Jesucristo.
Es impresionante y conmovedor escuchar a Cristo en la Cruz, frente a aquellos que le han crucificado, calumniado, que han buscado una conspiración embustera y sediciosa para acabar con Él, orando al Padre y diciendo: “perdónalos, porque no saben lo que hacen.” No es simplemente pedir perdón, sino ir al fondo del corazón de sus mismos enemigos, darse cuenta de su engaño, casi disculpando aquello que en nuestro lenguaje diríamos que “no tiene perdón de Dios.”
Dios es misericordioso. Lo llamamos Padre, y manifiesta su misericordia en el amor de Jesús, en un corazón amante siempre traspasado de amor y que busca la gloria del Padre; y que sabe -y esta es la gran lección que debemos recordar siempre- que el mal no se vence con el mal, sino que el mal solo se vence con sobreabundancia de bien. Por eso el Señor nos invita a mirarle a Él, Dios que es justo, y hace que salga el sol sobre justos e injustos, y sobre buenos y malos, y que sigue dándonos la oportunidad en el tiempo en el que vivimos que es tiempo de Dios, el tiempo de la paciencia de Dios (Cf. 2 Pe 3,12), como dicen la Escrituras, que nos enseña a nosotros a ser pacientes con nosotros mismos. Y siempre, incluso en los momentos en los que podemos estar más dispuestos a rechazar al otro, mirarnos a nosotros mismos y nuestros propios pecados, con los que Dios es tan benigno: ¡nos perdona con tanta facilidad!
Los santos han aprendido esta lección con oración y con mucho amor al Señor, hasta el punto de querer sufrir con Él su pasión. Porque Cristo no salva al mundo reaccionando con violencia e intentando someter al violento, sino cargando con la cruz. Y la Cruz es la gran revolución del amor cristiano, pues resume el perdón, tanto amor entregado, tal olvido de sí, tal deseo de hacer el bien por encima de que a uno se lo reconozcan o no.
Cuántas polémicas, cuántas enemistades, cuánta violencia se superaría en el mundo simplemente si fuéramos capaces de esperar, de dejar que sea el amor el que ponga paz en nuestros corazones y nos ayudara un poco a sufrir, a comprender que en todas las situaciones, por incomprensibles que sean, hace falta más amor, un amor activo, verdadero. La esencia del verdadero amor es estar dispuesto a dar la vida, y no solamente haciendo lo que uno piensa que debe hacer con el fin de darla, sino dejando que Dios la tome como quiera, asociándonos al misterio de la pasión y de la redención de Cristo.
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