
Hemos de valorar esa “aristocracia” que es la más valiosa que existe en el mundo: la de nuestro bautismo. En él nacimos a la vida eterna de los hijos de Dios. Ésta asume y eleva la vida natural de la inteligencia y los sentidos; es ser, con la vida de Dios, como “otros cristos”, habitados por el Espíritu Santo. Qué aspiración tan alta y que vocación tan bonita. Qué dignidad tan maravillosa. Por muchas cosas que añadiéramos en la lista de nuestros deseos más codiciados, no hay nada tan valioso que pudiéramos poner como ser de Cristo, haber recibido la vida de Dios. Hay que ser cristianos para comprenderlo, hay que profundizar en nuestra fe y así vivir con la dignidad de los hijos de Dios. Es necesario ser conscientes de nuestro bautismo y dejarlo crecer en nosotros.
Puede que perdamos la gracia por nuestros pecados, porque somos reiterativos, porque somos débiles, y hay que volver a nacer con el bautismo del perdón: el sacramento del la reconciliación. Incluso hay que comprender el «bautismo de las lágrimas», que son como un baño en nuestra vida de purificación cuando nos asociamos a Cristo, cuando vivimos la Cruz de Cristo, cuando tenemos que cargar con Su Cruz, y lo hacemos por amor a Él y a los hermanos. Somos continuamente llamados a compartir Su amor en la Pasión, para que Él nos lleve de la mano a la Gloria.
Como dice San Pablo a Tito, su colaborador (Cf. Tit 2,11-15) que vivamos aspirando los bienes del Cielo, “renunciando a la vida sin religión y a los deseos del mundo”, no participando de las cosas pecadoras, corruptas, porque Dios nos ha salvado, y en su bondad quiere que seamos como Él y que caminemos en esta vida reflejando el amor, la luz, la gracia que existe en nosotros, para que el Padre, nuestro Padre, se complazca en nosotros y en el mundo.
“Tú eres mi hijo, el amado; ti me complazco”… En ti gozo, disfruto… Son las palabras del Padre a Jesús, Hijo de Dios, en el bautismo de Juan (Lc 3, 15-22). Esto nos quiere decir Dios a cada uno de nosotros: en ti quiero encontrar mi complacencia, en ti quiero depositar mi gracia, mi ayuda, mi salvación; de ti quiero recibir también como respuesta la colaboración de amor, sabiendo que yo me doy a ti y tu te vas a dar a mí.
Dios no necesita nada de nosotros, es Todopoderoso, lo tiene todo, pero es Amor; nos ha amado y creado por amor, para esta comunión; tiene ese anhelo de amor por el que suspira y desea ser correspondido por aquellos a los que Él ha dado todo. En cada uno de nosotros Dios quiere encontrar su complacencia.