La Iglesia ha mirado en estos días de Adviento a San Juan Bautista que predica la conversión. Pide preparar un camino para que Jesús pueda por él llegar a cada uno. Pero nuestra fe, que también en nuestro tiempo se ve puesta a prueba, no es una pieza de museo. Arraigados en la fe recibida en el pasado hemos de poner toda la creatividad posible en el presente, con la confianza y esperanza puesta en el futuro. Vivimos en una época en la que el pensamiento débil abunda en la apología de lo efímero, en la que el tener es más importante que el ser. El Bautista, sin embargo, reclama un cambio de actitud y en la manera de obrar, especialmente necesaria hoy, cuando la cultura actual provoca un «apagón» de la conciencia moral que deja al hombre a oscuras, con una libertad sin norte y totalmente sometida al relativismo moral. Además, la debilitada conciencia del pecado corre el riesgo de fijarnos simplemente en nuestro estado de ánimo en lugar de denunciar el propio pecado y abrirnos a la conversión. He aquí por qué necesitamos recorrer nuevos «caminos penitenciales” que permitan venir al Señor. La Reconciliación sacramental, el perdón de Dios, es fuente de renacimiento espiritual y principio eficaz de santificación.

Con la gracia de la redención que trae el Señor, se puede reconstruir lo humano que se ha deshumanizado, una vez que las visiones cerradas a la trascendencia han mostrado su poder destructivo.  El ejemplo de vidas cristianas coherentes y alegremente vividas es el medio más eficaz para dar un poco de oxígeno a esta cultura que a veces asfixia por su cerrazón a la trascendencia. Pero quizá nos sobren respetos humanos y nos falte audacia para mostrar la belleza de la vida redimida por Dios.

La oración nos acerca al amor de Dios y nos da su mirada compasiva para reconocer en el hermano, y en especial el que sufre, el rostro de Cristo. Cuando San Agustín afirma que «Dios es más íntimo a nosotros que nosotros mismos» nos pone en la pista del descubrimiento de la dimensión espiritual de la persona, nos anima a experimentar lo más auténtico de la persona en su dimensión interior. En esta intimidad se prepara el encuentro con el Señor.

¿Y qué decir de la caridad? La limosna es amor activo capaz de compartir las penas y las carencias, hasta ver las necesidades del prójimo como propias y cargar con los dolores ajenos, intentando remediar en lo posible sus problemas. En el adviento es hora de actuar, es hora de amar. Preparar el camino al Señor es también evangelizar, anunciar la Buena Noticia del Dios, el amor que hace valiosa nuestra vida en cualquier circunstancia. Los cristianos tenemos un tesoro en nuestras manos que supera el riesgo de la indiferencia que no plantea preguntas que trasciendan el propio horizonte: nosotros conocemos el sentido último de la existencia, que en definitiva es el amor de Dios por el hombre, manifestado en la Encarnación. En el hombre saciado y aparentemente incapaz de hacerse los interrogantes importantes, aún queda espacio para hacer entrar a Dios a través de las brechas producidas por el secularismo. Cristo «ha revelado plenamente» la verdad más profunda sobre cada persona revelándole su misterio (cf. GS) y el hombre es desde entonces «el primer camino de la Iglesia». Cristo está cerca de cada uno de nosotros. La vida es un camino que todo hombre debe recorrer con Él y bajo su protección, sin miedo. Descubramos a cada uno su adviento, el camino que ha de andar para salir al encuentro del Señor que, por su parte, le busca, viene a su encuentro.

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