Mi alocución en la Fiesta de la Inmaculada
Al poco de comenzar el Adviento sale a nuestro encuentro la fiesta de la Inmaculada. Sin duda nos orienta a celebrar la venida al mundo del Hijo de Dios, pues María, la Virgen, preside todo el movimiento espiritual de la espera en la Iglesia. María es inseparable del niño que dio a luz,Jesús, en quien el Dios vivo se ha manifestado plenamente. Desde el Concilio de Éfeso (431) María es llamada «Madre de Dios«. Pero la fiesta de la Inmaculada Concepción de María nos sitúa ante el triunfo de la gracia de Dios,que entra en el mundo con la Encarnación del Hijo de Dios. María, desde el momento en que fue concebida por sus padres, por gracia y los privilegios únicos que Dios le concedió, fue preservada de toda mancha del pecado original. Para acoger el Hijo de Dios, María no podía tener en su corazón un rastro de duda o de rechazo. Dios necesitaba que el don de su amor encontrase una fe perfectamente pura, un alma sin pecado. Sólo la gracia –el don gratuito de Dios— podía prepararla y María es la llena de gracia. Fruto anticipado del perdón ofrecido por Jesús en la cruz, María (que fue concebida normalmente por la unión de su padre y su madre) es Inmaculada, pura de todo pecado y preservada de esta separación con Dios que marca al hombre desde el principio de su existencia, el pecado original.
La fiesta ya se celebraba en todo el Imperio Español desde 1644. La Iglesia de España destacó durante siglos en su defensa de este dogma, que no fue declarado como tal por la Santa Sede hasta el 8 de diciembre de 1858. El Papa Pío IX promulgó un documento llamado «Ineffabilis Deus» en el que estableció dogmáticamente–es decir, como dogma de fe—, que el alma de María, en el momento en que fue creada e infundida, estaba adornada con la gracia santificante. María tiene un lugar muy especial dentro de la Iglesia por ser la Madre de Jesús. Sólo a Ella Dios le concedió el privilegio de haber sido preservada del pecado original, como un regalo especial para la mujer que sería la Madre de Jesús y madre nuestra. En efecto, la Virgen María fue «dotada por Dios con dones a la medida de su misión tan importante» (Lumen Gentium). El ángel Gabriel pudo saludar a María como «llena de gracia» porque ella estaba totalmente llena de la Gracia de Dios. Dios la bendijo con toda clase de bendiciones espirituales, más que a ninguna otra persona creada. Ella es «redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo» (LG, n. 53). Así, pues, el alma de María fue preservada de toda mancha de pecado original, desde el momento de su concepción. María siempre estuvo llena de Dios para poder cumplir con la misión que Dios tenía para Ella.
Con esto hay que entender que Dios nos regala también a cada uno de nosotros las gracias necesarias y suficientes para cumplir con la misión que nos ha encomendado y así seguir el camino al Cielo, fieles a su Santa Iglesia. Es muy importante para nosotros –que sí nacimos con la mancha del pecado original—, recibir el Bautismo y vivir en gracia de Dios. Al bautizarnos, recibimos la gracia santificante que borra de nuestra alma el pecado original. Además, nos hacemos hijos de Dios y miembros de la Iglesia. Al recibir este sacramento, podemos recibir los demás. Para conservar limpia de pecado nuestra alma podemos acudir al Sacramento de la Confesión y de la Eucaristía, donde encontramos a Dios vivo. Quienes intentan ser fieles a Dios deben vivir limpiamente su vida, lejos del pecado, con una mirada limpia sobre la vida y las personas, aunque a veces sean criticados y despreciados.
En la Fiesta de la Inmaculada tenemos la ocasión de alabar a Dios por el don de María, Madre de Dios y nuestra madre. La toda llena de Gracia, esa es María nuestra Madre, y Madre de la Iglesia. Ella es un misterio de amor insondable, inabarcable e inagotable. Es un día de fiesta en el cielo pero también de toda la Iglesia militante, nosotros, que pedimos aquí su ayuda para vivir lejos del pecado y llenos de la gracia de Dios. Nunca será bastante lo que se diga de María. Si amamos a María, su privilegio debe penetrar en nuestro corazón y abundar la alegría del amor. Este privilegio ha de llenarnos de gozo y la confianza debe dilatar nuestro corazón. Lejos de nosotros los vanos temores, las angustias, las tristezas; vivamos en nosotros y pidamos la alegría que, olvidada de sí misma, se goza espiritualmente en el amor de Dios.
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