
El hombre, para cumplir el deseo profundo de su corazón, no debe dejarse engañar por el egoísmo disfrazado en el cual vivimos. Sólo así podrá amar y experimentar la grandeza de su existencia, la hermosura de la vida y sus posibilidades. Nuestra cultura está marcada por el relativismo, que es la falta de verdad, de referencia objetiva fuera de uno mismo; un subjetivismo atroz que nos impide ver el sentido de las cosas, la dirección de la propia vida, el sentido del bien y del mal generando, por tanto, confusión en el obrar. Es un subjetivismo unido a un concepto de libertad omnímoda: no hay nada más fuera de sí que el hombre tenga que obedecer, y menos la ley de Dios, como si ésta fuera contra su propia dignidad. Es la ley del deseo convertida en imperio, y cuántas veces en leyes que quieren regir sociedades, y, efectivamente, así nos va.
Sólo Dios nos abre al máximo potencial de nuestras posibilidades. Sabemos que es nuestro Rey y Señor, que está por encima de nosotros, que es el único Absoluto, pero su trono es la Cruz. Al contrario de lo que predica el ateísmo moderno, Cristo no subyuga a los hombres, ni los esclaviza, ni les impide la libertad. Es justamente todo lo contrario. Él se abaja en el Pesebre y la Cruz para elevarnos, comunicándonos su capacidad de reinar: el gobierno de uno mismo, de las cosas y del mundo. Para esto necesitamos la fuerza de Dios, que primero se nos da en el perdón de los pecados, la redención, que fortalece nuestro corazón y nuestra voluntad para responder a nuestra vocación al amor, para ser libres para amar. La vida es una llamada, nos ha sido dada para amar, y si no, queda siempre insatisfecha.
El Señor no nos quiere esclavos, sino que nos hace “un reino de sacerdotes, que reinan sobre la tierra” (Ap 5,10). Por su amor nos quiere hacer entrar en ese gobierno de nosotros mismos para dar el culto que Dios quiere, que nos hace realmente felices porque nos llena de la gracia y el amor con que el Señor nos corresponde, nos guía y nos sostiene en la vida. Pero además, nos hace útiles para el mundo y para la sociedad, indómitos, para no someternos a cualquier otro poder que nos sea el de Dios, sobre todo cuando ese poder quiere manipular las conciencias, los corazones y la vida de los hombres.La vocación del cristiano tiene siempre este rasgo de regir las cosas, que nos comunica Cristo Rey: la capacidad del gobierno de las cosas. Por eso es muy importante, dando gloria a Cristo, darle gracias por nuestra vida, porque hemos escuchado su llamada, somos cristianos discípulos del Señor. Pero esa vocación va unida siempre a una misión, cosa que olvidamos con bastante frecuencia. ¿Cuál es mi puesto en el mundo? ¿Qué esperas Señor de mí vida?, ¿de qué forma, en mi casa, en mi trabajo, en mi ambiente, en la sociedad, dentro de la capacidad mayor o menor que pueda tener – que siempre es mucha más de lo que pensamos- puedo entregarme?, ¿de qué manera tengo que servir transformando el mal en bien, venciendo al mal con el bien, no entrando en la dinámica del mal sino en la de la verdad, la justicia, el amor y la paz? Y de esa manera es posible que Cristo el Señor sea en nosotros luz del mundo y sal de la tierra, que seamos fermentos de una sociedad nueva, de ser, en palabras de San Juan Pablo II, «civilización del amor» contrapuesta a la»cultura de la muerte».
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