San Odilón, abad de Cluny determinó, hacia el año 1000, que en todos sus monasterios, dado que el día 1 de noviembre se celebraba la fiesta de Todos los Santos, el día 2 se tuviera un recuerdo de todos los difuntos. De los monasterios cluniacenses la idea se fue extendiendo poco a poco a la Iglesia universal. Es el día de la Conmemoración de los fieles Difuntos: «los que nos precedieron en la señal de la fe y duermen el sueño de la paz».
De esta forma las tres iglesias, la del cielo, la del purgatorio y la de la tierra, se unen y compenetran. Esta compenetración la tenemos cada día en la santa misa. Al llegar el canon la Iglesia terrestre se apiña alrededor del celebrante: el Papa, el obispo, todos los fieles, después todos los circunstantes, cuya devoción y fe conoce el Señor…
Pero además convocamos y entramos en comunicación con la Iglesia del cielo: la gloriosa Virgen María, los santos apóstoles Pedro y Pablo y todos los santos. Y no falta el recuerdo piadoso para los fieles difuntos «para que a ellos y a todos los que descansan en Cristo les conceda el Señor por nuestros ruegos el lugar del refrigerio, de la luz y de la paz». Sí, cada misa es una inmensa asamblea, de proporciones tales que trasciende el tiempo y el espacio. La muerte no es una pérdida irreparable, el cementerio no es la última morada. San Pablo decía a los fieles de Tesalónica: “No os entristezcáis, como los demás que no tienen esperanza. Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, también Dios, a los que murieron por Jesús, los llevará con Él… Consolaos, pues, con tales pensamientos» (1 Tes. 4,12-13.17).