Seamos muy libres. ¡Disfrutemos de todo! Sólo desde Cristo podemos disfrutar, realmente, de todo. Solo desde Cristo somos señores de la creación y no esclavos: todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios.” (1 Corintios 3, 21-23). Cuando ponemos el corazón en las cosas que pasan nos llevamos grandes desilusiones. Dice un refrán popular que quien se casa con la moda enseguida se queda viudo. Es verdad. Hay modas ideológicas, no sólo modas de vestir. Hay ideas dominantes en cada cultura. Hoy de una manera muy pesante nos encontramos con lo políticamente correcto, de manera que es muy fácil que nos agarremos a seguridades que nos van a dejar pronto sin pie o en el aire, sin demasiado consuelo ni respuesta. Cuando desde las mentalidades e ideologías ateas se prescinde de Dios y se quiere que la sociedad prescinda de Dios, el hombre queda profundamente huérfano, podría decirse, sin pastor, sin cuidado paternal, sin orientación esencial. Nos referimos a esa profunda orfandad que define al hombre contemporáneo, que pierde el sentido así de su vida. Necesitamos volver nuestra mirada al Señor. Se convierte en una responsabilidad solidaria hacia la sociedad. Realmente en el mundo todo es transitorio. Vivamos con el Señor. El Señor llena plenamente el corazón. San Agustín, que buscó su felicidad en una vida sin Dios, nos dice en sus Confesiones. «Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». Os dejo un hermoso y conocido texto para meditar y llevar al corazón:
«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz». (Confesiones X, 27, 38)