Tengo la oportunidad estos días de celebrar con ilusión el sacramento de la Confirmación junto con cientos de jóvenes. La frescura de los jóvenes les hace entender fácilmente y querer actuar, a pesar de múltiples condicionamientos, según el don del Espíritu Santo recibido. Este don les remite al sentido de la vida humana mostrado por Jesús. Podríamos decir que hemos nacido para servir, pero nuestro servicio está siempre tan herido, tan tocado por nuestras circunstancias, y estamos tan centrados frecuentemente en nosotros mismos y en nuestros problemas que necesitamos una sanación interior, la presencia del mismo Cristo, por su Espíritu Santo, que sanándonos, nos pone al servicio suyo y de los demás, en el doble mandamiento del amor: amarás al Señor tu Dios, y al prójimo como a ti mismo.

Esto se convierte en el modelo de vida para los cristianos, en un recordatorio por lo menos de que nuestra vida ha sido sanada, tocada por el Señor Muerto, Resucitado, Dador del Espíritu, por lo que ya no es para nosotros mismos, sino que tenemos una misión que cumplir: en casa o lejos de ella hemos de obrar bien, actuar bien, ayudar al otro. En el fondo, la clave que presenta el Señor en la propia vida es la que le caracteriza y le define: “no he venido al mundo para ser servido sino para servir y dar la vida”. Pidamos al Señor continuamente el don del Espíritu Santo, también para los más jóvenes, protagonistas ahora del próximo Sínodo de los Jóvenes.

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