
Los fieles laicos están llamados, en la enorme riqueza del Pueblo de Dios, a ser protagonistas en la misión de la Iglesia, asumiendo un apostolado intenso y amplio. Hay que recordar, como nos repite el Papa Francisco, que “el laicado juega un papel fundamental para esta nueva etapa de la evangelización”, porque “ser discípulos misioneros de Cristo consiste en estar atentos a las necesidades de nuestros hermanos, especialmente de los pobres y los excluidos y convertirnos para ellos en oasis de misericordia, luchando por un mundo más justo y solidario”. Se trata de “encarnar la vocación al Amor a la que estamos llamados, especialmente en lo cotidiano (familia, trabajo, ocio, etc.), sabiendo acoger y aprender de todos”. El Beato Pablo VI nos recordaba hace años que la Iglesia existe para evangelizar y de un modo especial, el lugar que los seglares ocupan en esta misión, “en el corazón del mundo y a la guía de las más variadas tareas temporales (EN, n.70). Este modo propio es lo que se ha llamado la “índole secular”, que es lo peculiar de los fieles laicos (cf. LG, 31; ChL, 15). El Papa Francisco lo ha definido como una Iglesia en salida, que se atreve a llegar a todas las periferias donde hace falta la luz del Evangelio (cf. EG, 20). Pero hay que perder el miedo y la tentación de la auto-referencialidad, esto es, no mirarse tanto uno a si mismo, paralizados en la rutina o la comodidad.
Decía el papa Francisco con motivo de la Asamblea del Pontificio Consejo para los Laicos (17.VI. 2016): «Necesitamos laicos que se arriesguen, que se ensucien las manos, que no tengan miedo de equivocarse, que salgan adelante. Necesitamos laicos con visión de futuro, no cerrados en las pequeñeces de la vida. Y se lo he dicho a los jóvenes: necesitamos laicos con el sabor de la experiencia de la vida, que se atrevan a soñar. Hoy es el tiempo en que los jóvenes necesitan los sueños de los ancianos». Por el sacramento del bautismo, cada fiel laico se convierte en discípulo misionero de Cristo, en sal de la tierra y luz del mundo (cf. EG, n. 120). Ser discípulos misioneros de Cristo significa poner al Señor en el centro de la propia existencia, viviendo de la Palabra de Dios y de los sacramentos, para estar atentos a las necesidades de nuestros hermanos, especialmente de los pobres y excluídos, luchando por un mundo más justo y solidario.
Todos los carismas son necesarios, los movimientos, las asociaciones de fieles, etc. que, en comunión afectiva y efectiva, encarnen la vocación al Amor a la que estamos llamados en lo cotidiano de la familia, en el ocio, el trabajo, etc. ofreciendo la invitación a la fe que es “fuente y origen de toda alegría” (EG,1).