
El mundo tiene necesidad de Dios, y no de un «dios» cualquiera, totalitario, idolátrico, esclavizante, sino del Dios real, del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí mismo un espacio para el hombre. El, para salvarnos, asumió el camino de la carne, la materia, la vida.
Acabo de celebrar con el pueblo de Ceuta y sus sacerdotes la Misa Crismal, en la que se bendicen los santo óleos para los sacramentos y se renuevan las promesas sacerdotales. Toda la Semana Santa trata de despertar en los cristianos la memoria viva de la Pasión del Señor, su derroche de amor, para recuperar nuestra adhesión a el. El dramatismo del crucificado va unido a la tragedia del mundo, al dolor del pecado que se hace presente como odio, violencia e injusticia inmisericorde. Pero el amor de Dios vence el mal. La victoria de este amor se nos entrega a nosotros ungiéndonos con el Espíritu para ser otros cristos, llamados a vencer el mal en el mundo y, en primer lugar, en nosotros mismos, por la gracia de Dios. Los santos óleos nos presentan la fuerza sacramental con que Cristo nos consagra y nos fortalece acompañándonos en todas las circunstancias de la vida, a quienes, bautizados, hemos muerto al pecado y vivimos para Dios. Así, ungidos por el, renacemos a la vida y podremos soportar el mal y vencer al diablo y al pecado. “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír”, como dice Jesús (Lc 4,21).