“¿Quién es la Iglesia?” ha sido el tema sobre el que hemos reflexionado en nuestro XIV Encuentro Diocesano de Catequistas de este sábado. Nuestro invitado de honor: el Prof. Dr. Mons. Gabriel Richi Alberti, profesor Vice-Decano de la Universidad Eclesiástica San Dámaso. Con esta temática queríamos hacernos eco del Papa Francisco: “La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan… experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor; y, por eso, ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva” (EG 24). Es la disposición para estar en camino, sintiendo la bendición de Dios en la vocación de catequista.
Efectivamente, ser catequista es una vocación especial, que dispone a servir a la fe, aportando lo mejor de uno mismo con entrega, dedicación y fe profunda, vivida en comunión. No es una «tareilla» más, pues la catequesis tiene una estrecha relación con el testimonio apostólico y misionero, y de la vida de la Iglesia en general. No son solo contenidos sino la propuesta atractiva de Jesucristo, en el testimonio de vidas concretas, de la propia vida: vivir y transmitir una fe coherente, como la Iglesia la confiesa y la experimenta. Recordamos la Carta Placuit Deo, de la Congregación para la Doctrina de la (1 de marzo) dirigida a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la salvación.
La salvación no puede reducirse simplemente a un mensaje, a una praxis, a una gnosis, ni siquiera a un sentimiento interior. Para el hombre de hoy, la comprensión del anuncio cristiano que proclama a Jesús como el único Salvador de todo el hombre y de toda la humanidad, es percibida con dificultad por dos tendencias en el mundo contemporáneo. Por un lado, el individualismo centrado en el sujeto autónomo tiende a ver al hombre como un ser cuya realización depende únicamente de su fuerza. Por otro lado, se extiende la visión de una salvación meramente interior, la cual tal vez suscite una fuerte convicción personal, o un sentimiento intenso, de estar unidos a Dios, pero no llega a asumir, sanar y renovar nuestras relaciones con los demás y con el mundo creado. Desde esta perspectiva se hace difícil comprender el significado de la Encarnación del Verbo, por la cual se hizo miembro de la familia humana, asumiendo nuestra carne y nuestra historia, por nosotros los hombres y por nuestra salvación.
El Santo Padre, en su Magisterio ordinario, muchas veces hace referencia a dos tendencias que se asemejan, en algunos aspectos, a dos antiguas herejías: el pelagianismo y el gnosticismo. “En nuestros tiempos, prolifera una especie de neo-pelagianismo para el cual el individuo, radicalmente autónomo, pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer que depende, en lo más profundo de su ser, de Dios y de los demás. La salvación es entonces confiada a las fuerzas del individuo, o las estructuras puramente humanas, incapaces de acoger la novedad del Espíritu de Dios”. Y también, un cierto neo-gnosticismo, por su parte, presenta una salvación meramente interior, encerrada en el subjetivismo, que consiste en elevarse «con el intelecto hasta los misterios de la divinidad desconocida».
Frente a estas tendencias, “la presente Carta desea reafirmar que la salvación consiste en nuestra unión con Cristo, quien, con su Encarnación, vida, muerte y resurrección, ha generado un nuevo orden de relaciones con el Padre y entre los hombres, y nos ha introducido en este orden gracias al don de su Espíritu, para que podamos unirnos al Padre como hijos en el Hijo, y convertirnos en un solo cuerpo en el «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29)”.
La Iglesia nos muestra para ello el ejemplo de los santos que nos estimulan, para que veamos que eso que aprendemos en la catequesis lo han llevado a la práctica personas con nombre y apellido que lo han encarnado, de una manera maravillosa. El rostro de Cristo tiene la virtud de seducirnos a través de otros rostros de personas que están cerca de nosotros. Uno dice “Este es un hombre de Dios, una mujer de Dios y yo veo que el rostro de Cristo me brilla a mí a través de esta persona”. Es como una irradiación de los santos. Cuando un hombre ama a Jesús y es santo, es como Moisés cuya mirada, cuando bajaba del monte Sinaí, irradiaba la de Cristo. La catequesis está llamada a tener sus ojos puestos en testimonios, empezando por el catequista.
Con gratitud oremos por nuestros catequistas y extendamos todos la fe en nuestro entorno.