Contemplando a María Inmaculada, concebida sin pecado original, «llena de gracia» y por tanto partícipe de la redención de su Hijo, nos llenamos de alegría, pues vemos cercana, palpable, posible, la salvación de todo por la fuerza de Dios. Así lo dispuso Dios, que quiso prepararla para la misión tan admirable de concebir al Redentor. El pecado como distanciamiento del amor de Dios, cuyas consecuencias en el corazón de cada hombre, de las relaciones y del mundo se nos muestran evidentes: injusticia, corrupción, desprecio a la vida, el odio y el rencor, la voluntad de poder por encima de la persona, se enfrenta a la luz esperanzadora de María, primer fruto de la Redención.
María Inmaculada nos muestra que es posible la esperanza, otra forma de vida en salida, entregada en amor de comunión y solidaridad, para, junto a Cristo, con Él y por él, construir la civilización del amor. Encontrarse con María es, por tanto, dar con la Verdad, la Bondad y la Belleza que anhela nuestro corazón, realizada plenamente en la humanidad. Elevar la mirada a María en la oscuridad es encontrarse con su luz y su maternal abrazo, que nos cubre de la gracia de Dios.