DM0Ll1EXkAArLo7Ya en vísperas de la Celebración de la Fiesta Todos los Santos y la Conmemoración de los Fieles Difuntos. Nuestro pensamiento se remonta hacia la eternidad. Deben ser días de un fuerte sentido luminoso, pascual y lleno de esperanza, el mismo que ha de llenar de resplandores la muerte cristiana. Después de alegrarnos con los que siguen al Cordero, los que llegan al Cielo después de esta vida, nuestro pensamiento acompaña a los que nos precedieron en la señal de la fe y duermen ya el sueño de la paz. Es un pensamiento que parece melancólico, no tanto por la muerte sino por la inseguridad que nos da su cercanía: ¿están ya en la Patria celestial, han de purificarse todavía? Para acelerar el ingreso al Cielo a los que pudieran estar todavía retenidos en el purgatorio, nació la idea de esta Conmemoración de los Fieles Difuntos.

Ya un antiguo Abad de Cluny, San Odilón, determinó, allá por el año 1000, que en todos sus monasterios se orara por ellos, puesto que el día 1 de Noviembre se celebraba la Fiesta de Todos los Santos, y así el día 2, se podía tener un recuerdo de todos los difuntos. De los monasterios cluniacenses la idea se fue extendiendo poco a poco a la Iglesia universal con tanto éxito que lo celebramos intensamente en toda la cristiandad.

De esta forma, las Iglesia, la del Cielo, la del purgatorio y la de la tierra se unen y se compenetran. Esta compenetración la tenemos cada día  en la Santa Misa. Al llegar la oración central, el Canon de la Misa, la Iglesia terrestre se apiña alrededor del celebrante, el Papa, el Obispo, los fieles y todos los circunstantes cuya devoción y fe conoce el Señor. Pero además, convocamos y entramos en  comunicación con la Iglesia del Cielo: la gloriosa Virgen María, los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y todos los santos. Y no nos falta el recuerdo piadoso de los fieles difuntos, para que a ellos y a todos los que descansan en Cristo les conceda el Señor por nuestros ruegos el lugar del refrigerio, de la luz y de la paz (así lo decimos en cada misa).

Sí, cada misa es una inmensa asamblea de proporciones tales que trasciende el tiempo y el espacio. La muerte no es una pérdida irreparable, el cementerio no es la última morada. San Pablo decía a los fieles de Tesalónica: “no os entristezcáis como los que no tienen esperanza, pues si creemos que Jesús murió y resucitó, también Dios, a los que murieron con Cristo, los llevará con Él. Consolaos pues con tales pensamientos”. Con esta certeza que nos da la fe os invito a todos a que oremos, a que vivamos intensamente esta Fiesta de Todos los Santos que nos recuerda nuestro destino en el Cielo y nos habla de estos intercesores, unos más venerados, otros menos conocidos pero todos gozando de la gloria del Cielo e intercediendo por nosotros. Oremos también por todos los que han dejado esta vida, muy especialmente por los que nadie se acuerda de rezar, y también, cómo no, por los que están  más allegados a nosotros en nuestro afecto, nuestra familia y nuestra vida. Oremos juntos:

“Oh buen Jesús, que durante toda tu vida te compadeciste de los dolores ajenos, mira con misericordia las almas de nuestros seres queridos que están en el Purgatorio. Oh Jesús, que amaste a los tuyos con gran predilección, escucha la súplica que te hacemos, por la intersección de la Santísima Virgen y por tu misericordia concede a aquellos que Tú te has llevado de nuestro hogar el gozar del eterno descanso en el seno de tu infinito amor. Amén.

Concédeles, Señor, el descanso eterno y que les ilumine tu luz perpetua. Y que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz. Amén.”

Cuando tenemos ante nuestra mirada el fin de nuestra vida y su destino, se abre ante nosotros un horizonte de luz, porque hemos nacido para la eternidad, somos ciudadanos del cielo. Y esa luz ilumina aquí nuestra vida para caminar como hijos de Dios, como todos los santos que veneramos, como los santos que tenemos que ser nosotros cuando amamos a Cristo y pasamos por el mundo haciendo el bien.

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