
En Cristo, Señor de la historia, confluyen pasado, presente y futuro hacia la eternidad. Cristo es el Señor de la historia. A menudo vemos como el pasar del hombre por el mundo, la historia que acontece, nos desconcierta, sobre todo a los creyentes que lo esperamos todo de Cristo. Decía San Buenaventura que las obras de Cristo no van hacia detrás, no disminuyen ni desaparecen, sino que progresan: opera Christi non deficiunt sed proficiunt. Unas palabras un tanto inquietantes pero reveladoras y consoladoras aparecen en la Segunda Carta de San Pablo a los Tesalonicenses, posiblemente de los primeros escritos antes que los Evangelios, y que por tanto gozan de la frescura de la primera vida de la Iglesia, ayudándonos a comprender nuestra participación en la historia y en su sentido. San Pablo dice (Cf. 2Tes 2, 7s): “por lo que se refiere a la Venida del Señor no os alarméis ni os alteréis, porque el misterio de la iniquidad está actuando; nosotros debemos dar gracias a Dios en todo tiempo porque Dios no ha escogido desde el principio para la salvación mediante la acción santificadora del Espíritu”. Este misterio de la iniquidad a veces se ha considerado como lo opuesto al misterio de la gracia que santifica.
Toda acción nuestra lleva impreso este drama de la historia. O dicho de otra forma, la historia como misterio nos hace recordar que vivimos en una tensión escatológica donde Jesús nos ha mostrado el camino para el ahora y para el mañana con su doctrina y el apoyo de su gracia, pero la historia sigue siendo un misterio, un drama, en el que siempre hay un conflicto en curso, pero donde nuestras acciones importan: Él cuenta con nuestra responsabilidad. Por tanto, abundando en este criterio de San Pablo, creo que en este Año Jubilar en el que recordamos nuestra historia, la de la diócesis de Cádiz y Ceuta, deberíamos redescubrir hoy nuestra responsabilidad en el drama de la historia y en la participación de la vida de la Iglesia, siempre apoyados en la gracia y en el auxilio de Dios que nos acompaña, porque Cristo es el Señor de la historia y Cabeza de su Iglesia. Termina el párrafo San Pablo, y yo lo destaco en esta ocasión también, “que Cristo y Dios nuestro Padre consuele nuestros corazones y los afiance en toda obra y palabra buena.»